Aquellos días de ocio en la casa de los tíos solían transcurrir con placidez, sin otra cosa que hacer más que alimentar a las palomas que bajaban de los árboles con migajas de pan duro, mientras observaba, sendero abajo, el camino que serpenteaba salpicado de techos plateados reflejando el sol deslumbrante de septiembre.
Desde la empinada cuesta curioseaba los patios ajenos ausentes de privacidad, cercados sólo con alambre de púas, donde se enredaban desprolijos los cedazos. Casi verticalmente, la casita verde se confundía con la vegetación. Detrás de las ramas, las cuerdas columpiaban ropas multicolores que unas manos infantiles iban colocando mientras temblaban con espasmos de llanto.
Imaginó a la pequeña en un ambiente cruel, quizás con un padrastro maltratador o una abuela huraña que la hacía sufrir. No tenía forma de saberlo más que observarla fijamente dejando volar su fantasía.
Entonces, como presintiendo sus miradas, la dueña de aquellos brazos sacudió la cabeza, soltando al aire los desordenados cabellos y por un instante lo miró. Un asomo de sonrisa fue su saludo antes de correr a esconderse con vergüenza.
Así se inició aquel romance extraño adornado con sus pensamientos, donde como un príncipe valiente la rescataba de unos seres malvados. Por las noches tejía múltiples estrategias para salvarla y por las mañanas se conformaba con aquella sonrisa casi oculta entre las largas trenzas de la vecinita.
Durante cuatro vacaciones escolares, el amor se convirtió en algo más profundo. Se acercaban a través de los alambres y supo su nombre: Rosaura. Eran en verdad rosas calientes sus mejillas cuando se ofrendaron un primer beso, metales tejidos en medio y carcajadas nerviosas después.
Las ciruelas de marzo perfumaban la clara mañana en que los adolescentes iniciaron su vertiginoso viaje hacia la intimidad, en una inocente avidez sólo enturbiada por el secreto. Fueron meses ansiosos, cobijados bajo los mamoneros cómplices y los chillidos de las aves que rodeaban el improvisado nido.
Y llegó el día en que él se iría a la capital para seguir sus estudios universitarios. Ella contempló el autobús alejarse, empequeñeciéndose también, cegada por las lágrimas y el sol inclemente de un septiembre ahora vacío.
Años después, aún las cuerdas penden entre los árboles. Cuatro brazos se alzan al colgar la carga del canasto. La madre, sonriente, toma de las manos del niño las prendas mojadas y luego, lo levanta hasta su pecho y camina a la casa, bajo los cerezos.
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