Cuando mi hermana mayor estuvo embarazada, sucedieron cosa extrañas en la casa. Todos los días, casi a la media noche, dos enormes gatos negros se peleaban a los pies de su cama. En las mañanas, Benigna (con ese nombre había sido bendecida), deambulaba por la casa levitando con su delgada figura la cual dejaba notar sus enormes ojeras, y en su cara pálida escondía el susto y el insomnio.
Al ser primeriza, su aspecto no llamo la atención, más bien se tejían conjetura sobre su alimentación y su salud. No fue hasta que en conversaciones de madre a hija, que tocaron el tema y nos pudimos enterar todos. Contó que todas las noches, casi siempre a la misma hora, dos gatos negros se paseaban por su habitación, gritando y pelándose al borde del catre, amenazando cada noche más con invadir su cama. Al principio les hizo frente lanzándoles zapatos, trapos, agua que llevaba a su cuarto o con lo que tenía a su alcance, pero en el negror de la noche los ojos brillantes de los felinos parecían hipnotizarla, y solo atinaba a recoger sus piernas y envolverse en el capullo de su angustia, junto a la sabana raída.
Las cosas se calmaron solo cuando yo dormía en su cama. Con mis cinco años, parecía como un amuleto para alejar a los gatos de la habitación. Entre los pies de mi hermana, levantaba el cubrecama y por una escotilla urgía en la oscuridad tratando de divisar a los poseídos felinos, los cuales casi nunca divisaba.
Su presencia en la casa siempre fue misteriosa, llegaba antes que cualquier acontecimiento, por eso no extraño cuando llego una tarde de cielo nublado. La diminuta figura llenaba la sala, y su sombra no se distinguía de su cuerpo. Su piel era negra como el cisco, sus ojos redondos y pequeños, su pelo ensortijado apretados entre sí como musgo pegados al cráneo. Paulina, una vieja mulata, era la bruja de la familia, y ¿cómo no? estaba dispuesta a resolver este problema diabólico, que tenía a todos preocupados y a mi hermana sin dormir.
Paulina se acerco a mi madre, le susurro algunas palabras al oído y le entrego un objeto alargado, que estaba envuelto en un trapo negro que extrajo de una bolsa de rafia también negra. Se despidió de todos, y a los más pequeños nos aceraban para que la despidiéramos, a lo cual ella respondía con cálidas caricias y pronunciaba pequeñas palabras de protección que no comprendíamos.
El extraño objeto dejado, era un enorme cuchillo de acero, que mi madre debía blandir frente a los gatos cada vez más negros exactamente a las doce de la noche, conjurando maldiciones y lisuras, cuando más fuertes mejor para espantar al mismísimo diablo.
Los animales habían llegado media hora antes de lo previsto, y como siempre su desaforado caos se dejo escuchar en el silencio de la noche. Mi madre nerviosa se preparaba en la otra habitación. Con la vela apunto de consumirse que casi tocaba el plato que lo sostenía, se acerco despacio levantando la luz con la mano izquierda sobre su cabeza y empuñando el reluciente cuchillo con la otra. Aproximándose lo más que pudo se tapo con un trapo negro la cabeza y calculando la hora prevista, tiro por un lado la vela, alzo el arma y en el aire hizo la señal de la cruz, tantas veces como le fue posible. Le siguió inmediatamente maldiciones y lisuras. El trapo que no fue aconsejado, la estaba sofocando y el calor que se sentía por la batalla que se estaba librando, la mareaba. Los maullidos y gemidos se aproximaban rodeándola y ella más apretaba sus ojos ya cerrados por el miedo.
-¡Maldito Lucifer vete de aquí¡ - ¡vete de aquí¡.
-¡Fuera¡ engendros del demonio
Devino un silencio confortante después que rezo un padre nuestro, se sentó en el banco de madera más cercano después del exorcismo, dio varias bocanadas de aire y fue a ver a su hija; que la miraba arrinconada al fondo de la cama en una posición de terror.
Después de ese día los gatos nunca más aparecieron, tampoco volvimos a ver a Paulina, supimos de ella cuando nos visito un día antes de la muerte de mi hermano
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