EL ÚLTIMO PAN
Se despertó con el pesar de los últimos días. Retiro lentamente las cubiertas de la cama: edredón, frazadas, colchas, sabanas. Sentado al filo de la cama se calzó las medias dejadas de lado, como cada noche antes de disponerse a dormir.
Reinaba un silencio de soledad, apenas interrumpido por algunos ruidos y voces muy lejanos.
Se irguió pausadamente, muy lentamente, hasta alcanzar una mediana verticalidad: Los malestares de un viejo lumbago estaban de visita nuevamente.
Haciendo equilibrio, vistió un pantalón de buzo, desgastado más por el tiempo que por el uso; emparejó el abrigo con una casaca de “polar”, más pareja de tiempo y desgaste que de modelo, color y origen.
Paso a paso encaminó su dirección al baño, donde cumplió el diario ritual mañanero. Seguidamente aseó sus manos, lavó su boca, escarmenó sus cabellos y al verse reflejado en el pequeño redondo espejo adosado a la pared, vio sus cabellos, ahora casi blancos y siempre ensortijados, enmarcando su rostro: inexpresivo, ajado, cansado, pero sin más arrugas que por la edad le correspondía. En su mirada, encontró muy reflejada toda la gama de preocupaciones que ahora eran su única compañía.
Secó su rostro y sus manos. Retomó su lento caminar para llegar a la cocina/comedor.
Era una poco primaveral mañana de primavera: fría, húmeda, apagada; triste inicio de un nublado día. Al abrir la puerta de la cocina, resintió el frío ambiente de la lavandería colándose por debajo de la puerta. Tomó una taza, vertió en ella algo de esencia de té, la terminó de llenar con agua hervida, fría; vació dos cucharaditas de azúcar en lo preparado y programando el microondas a un minuto y medio, lo puso a calentar.
Su mente, arrullada por el ronronear del microondas, paseaba en esas cuatro paredes. No sabía a ciencia cierta en que día estaba. Había intentado de todo para buscar que revertir la precaria situación económica por la que pasaba; Todo, de todo, pero nada había dado resultado y los ya exiguos fondos, que había podido conservar después de hacer los pagos más urgentes e ineludible, dejando en suspensos los demás, prácticamente se habían consumido.
En horas tan difíciles, había perdido la noción del tiempo; ni siquiera tenía la certeza de cuantos eran los días que no salía a la calle: dos, tres… ¿cuatro?...
La alarma del final del ciclo del microondas lo volvió a esa fría mañana.
Con la taza en la mano, volvió a tomar asiento a la mesa, sobre ese plomo banco de patas como enroscadas. El tapete, en la mesa, con un amarillo inocente orejudo ratón, sobre el cual posó la taza, lo retrajo a tiempos bellos y hermosos en que ese mismo tapete fuera testigo de una cotidiana situación diferente, familiar, bulliciosa, colmada de voces y ternura.
No sentía el hambre que siempre sintió en cada despertar. Los tiempos habían cambiado, tanto que hasta esa vieja costumbre de su cuerpo se había perdido; ahora, si se disponía a desayunar era más por la costumbre secuencial de despertar-levantarse-desayunar, que por apetencia.
Reflexionó y se sintió extraño: últimamente apenas si comía uno o dos panes al día, ya no los siete, ocho o hasta diez que acostumbraba. Sonrió, después de mucho tiempo, y volvió a sonreír, como de satisfacción por descubrir que ahora sólo ponía dos cucharaditas de azúcar, ya no las cuatro o cinco que otrora.
Sin ponerse en pie, bajó la panera del anaquel tras su espalda. La sintió liviana, y en su cuerpo, un escalofrío.
Antes de abrir la panera, se puso en pie y revisó la verdulera; la encontró vacía: ni una papa, ni una cebolla, ni siquiera un mísero limón: ¡nada!
Giro sobre si, abrió la refrigeradora y la encontró en iguales condiciones; a parte de la cubitera con algunos desgastados cubitos de hielo; y a más de una piña momificada por el frío y el tiempo, que tenía como una cábala, nada.
Ahora si, con pasos más ligeros, volvió al dormitorio. Aun cuando sabía que no encontraría nada, revisó los pequeños contenedores de los viejos rollos de película para fotografía, en donde guardaba por separados monedas de cinco, dos, y un sol, así como las de cincuenta, veinte y diez céntimos; sin necesidad de abrirlos, corroboró que estaban vacíos.
Con un ruego mental-silencioso, cogió su blue jean, sacó su negro monedero y también lo encontró sin moneda alguna, salvo esa de diez céntimos, medio partida, que por mucho tiempo llevaba más de costumbre que como amuleto, y que más de una vez ya había intentado usarla, infructuosamente, como parte de algún pago.
Una lágrima trató de abandonar sus ojos, pero el persistente recuerdo de las palabras de la abuela materna de que “los hombres no lloran, sólo lloran cuando se le va la mujer”, la contuvo. Por demás, cuando se le “fue” la mujer, como decía la abuela, tuvo la libertad de derramar, y prácticamente, todas sus lágrimas.
Casi resignado tornó al comedor, volvió a tomar asiento en el viejo banco plomo, y se quedó mirando la panera color naranja.
La miraba, se animaba y no se animaba a abrirla. Se animaba, se desanimaba… el té se enfriaba.
Finalmente, tomando fuerte resolución, abrió la panera: En algo se alivió su temor; hoy tendría algo para comer, mañana… mañana… mañana sería otro día: en la panera encontró un pan, sólo un pan, el último pan.
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