Parábola de la vil moneda.
Es una luminosa mañana de septiembre. La primavera, por fin, ha empujado los últimos estertores del frío invierno. Sin embargo, el pequeño pueblo del sur de ese ignoto país austral, sigue sumido en las oscuras tinieblas de su crisis y de sus deudas. Parece un pueblo fantasma; nadie asoma su nariz a la calle por temor a que algún vecino le reclame su acreencia. Mas ese no sería un día más; algo inesperado repararía el mal creado por la vil moneda en esta pequeña población.
En la lejanía, aparece primero el sombrero y luego la enorme estampa de un turista; extraño, viene a pie, pero no parece cansado; erguido y resplandeciente, se aproxima y pregunta en el único comercio abierto, por un lugar para hospedarse, a lo que el dueño contesta parcamente, con temor casi, indicándole la única posada del lugar. Se queda mirándolo alejarse y retumban aún en sus oídos esas palabras que denotaban un acento que no era del lugar, ni del país: que buscarán estos gringos, se pregunta antes de volver a dormitarse en su silla.
El forastero ingresa a la posada e inmediatamente deja un pequeño fajo de cinco billetes sobre el mostrador y le indica al propietario, casi con señas –se nota que no son muchas las palabras que conoce del idioma de este terruño, y solo esboza unos sonidos casi guturales en un idioma que suena duro y hostil- y, sin esperar respuesta, se dirige por la escalera a observar las habitaciones.
El propietario del hotel, toma apresuradamente los billetes, cruza las desiertas calles a toda velocidad y golpea la puerta del dueño de la despensa, a quien casi sin saludarlo, hace entrega de los billetes cancelando así su deuda, y parte raudo hacia su puesto de trabajo. Luego de su aturdimiento inicial, y aún con los billetes en la mano, el despensero emprende rápida carrera hacia el domicilio de su proveedor de lácteos, el que por otra parte está a solo ciento cuarenta metros, y luego de un cordial saludo, le da los cinco billetes, se despide dando las gracias y retorna a paso más tranquilo hacia su despensa. Ingresa a su domicilio el proveedor Raimundo -que así se llamaba- con la intención de disfrutar de su pequeño tesoro, mas recuerda que también tiene sus obligaciones, y dando media vuelta, parte hacia la gasolinera, la que, dicho sea de paso, ya casi no posee combustible debido a la indiscriminada provisión que ha hecho sin tomar los recaudos necesarios, cambiando su mercancía por promesas de pago; decía que entra Raimundo a la oficina del dueño de la gasolinera, y con amplia sonrisa, sin emitir palabra siquiera para el saludo, coloca los cinco billetes sobre el mostrador y se da media vuelta, volviendo tan pobre como hace instantes a su morada; el gasolinero, aturdido, no se da espacio para pensar en nada, y toma los billetes, cierra con llave la puerta de la oficina, coloca el cartel de “vuelvo en seguida”, y parte, esta vez en vehículo, hacia las afueras de la ciudad. Al cabo de un par de minutos –no olvidemos que el pueblo es pequeño- llega a su destino: una casa humilde, pintada de colores estridentes, donde predomina el rojo carmín, y se distinguen por sobre todo unas luces multicolores; al oír detenerse el automóvil, la prostituta del pueblo, se para delante del espejo, acomoda su cabellera y sale a la puerta con una amplia sonrisa, que se apaga cuando ve de quien se trata (la crisis la ha llevado también a ella a ofrecer sus servicios a crédito). El gasolinero solo esboza tres palabras “perdona la tardanza”, pone los billetes en su mano, con delicadeza y dulzura, tal vez recordando viejos momentos pasados con esa mujer, y sube a su rodado, partiendo de inmediato.
La prostituta tarda en reaccionar todavía un poco; al volver en sí, y sin dudarlo, parte con paso rápido hacia la posada. No mas llegar, ingresa a la posada a la que había llevado sus clientes las últimas veces y no había pagado aún, y pone los billetes en manos del dueño, quien los coloca inmediatamente sobre la mesa. Justo en ese momento, baja las escaleras el extraño turista, dice con gestos que no le convence ninguna de las habitaciones, toma sus billetes y se va.
No ha habido operaciones de compra o venta, nadie ha ganado dinero por ellas, pero ahora todo el pueblo vive sin deudas y esto hace que vean el mañana con mayor confianza.
|