Al penetrar los dos hombres en el cuarto, hasta que se adaptaron sus pupilas a la penumbra, no vieron más que un rayo de luz filtrando de las cortinas. Luego, divisaron una forma humana entre las sábanas de una cama.
— Manuel, no se quede ahí plantado, corra las cortinas.
— Sí, Señor Comisario, ahora mismo, Señor Comisario.
— Y deje de ensartar los "Señor Comisario". Con uno por frase, le valdrá.
— Bueno, Señor Comisario.
Tenía electricidad la casa, pero el comisario, quien en la suya seguía alumbrándose con queroseno y temía las chispas eléctricas como el rayo, prefería la luz del día a la de las lámparas incandescentes.
Una vez abiertas las cortinas, descubrieron un cuerpo femenino tendido entre sábanas blancas debajo de una colcha amarillo oro. Levantada la cabeza por una gran almohada, puestos los brazos en el embozo de la sábana superior, vestía un camisón blanco muy sencillo, con cuello ovalado. El tirante derecho se había deslizado del hombro y revelaba el nacimiento del pecho.
Se acercó el comisario para palpar un instante la carótida a su alcance. Intercambiaron los dos hombres una mirada cómplice. Bien se trataba de una defunción.
— ¿Qué ve aquí Manuel?
— Lo mismo que Vd, Señor Comisario.
— No sea impertinente y obedezca.
— Veo... a una mujer de unos treinta años, diría, de pelo largo y moreno, rostro y labios finos, nariz griega, con los ojos cerrados, de bastante buena planta, por cierto.
— Manuel, no le pido un retrato de pintor y todavía menos su opinión de mujeriego impenitente sino observaciones de policía. ¿Qué más puede decir?
— Pues... veo en la cara como una expresión de voluptuosidad, de apaciguamiento, de beatitud, mientras que los dedos de la mano derecha siguen crispados en la sábana.
— Va por buen camino. Y de ello concluye...
— Concluyo... concluyo que tal vez se estuviera dando gustillo, pero solita, porque no veo en la cama desorden amoroso alguno ni en la habitación el menor rastro de presencia masculina.
— Por una parte, me desagrada su lenguaje, Manuel y por otra, aunque a menudo se califica de "muerte pequeña" raras veces acarrea el orgasmo la defunción.
— Menos mal, Señor Comisario, menos mal.
— Menos guasa, Manuel, mírelo mejor, no es válida su hipótesis, ¿por qué?
Manuel paseó la vista unos instantes sobre el cuerpo tendido en la cama y convino:
— Sí, tiene la razón, los brazos extendidos a lo largo del cuerpo no encajan bien con esta hipótesis.
— Bueno, Manuel, ¿puede formular otra?
— Pues...la verdad... me temo que no, Señor Comisario.
— No toma bastante en cuenta el contexto, Manuel, se lo repito, tiene que volver a poner las cosas en su contexto ante cualquier hipótesis.
— Sí, Señor Comisario, pero no veo...
— Una vez más, pues, voy a tener que ilustrarle. ¿En casa de quién estamos?
— Según lo que dijo la portera que interrogamos, en casa de una tal Clemencia Puig i Serrat, modelo de profesión.
— Bueno. Y ¿qué nos aprende esta visita domiciliaria?
— Que la susodicha no viviría opulentemente, por lo que se desprende del ajuar y de la decoración. No hay armazón de cama sino un simple somier, tampoco veo mesita de noche sino un único sillón forrado con tela blanca. Ropa de cama y noche sencillísimas. Ningún cuadro en las paredes. Una bombilla desnuda en el techo. Sin embargo, la colcha de satén parece de calidad así como la bata puesta en el sillón.
— Hasta este punto, son justas sus observaciones. Y ¿qué más?
— Pues... no sé, Señor Comisario.
— No sabe... No sabe porque no se estruja bastante el magín, pobre amigo mío.
— ¿Cómo, Señor Comisario? dijo Manuel Campoamor con algo de reproche en la voz.
— Queda claro, Manuel, y ahora mismo le doy prueba de ello. Esta Señorita Puig i Serrat se ganaba la vida como modelo de pintor. Es cierto que hay bastantes talleres de artista en el barrio. LLeva un apellido de renombre en Barcelona. Así inclino a pensar que podría tratarse de una chica enemistada con su familia, lo cual explicaría la presencia de algunos artículos de calidad en un contexto bastante miserable por lo demás. Otra cosa más: desde hace varios años, ha cundido un mal insidioso en la comunidad artística así como en la burguesía y en particular entre las mujeres, y debería saberlo, es el uso de productos opiáceos, al principio para aliviar los dolores menstruales y luego, por efecto de la tolerancia, como adicción. Estos dedos crispados en la sábana y esta expresión extática en la cara me parecen características. Es la hipótesis que vamos a comprobar con un examen clínico y análisis toxicológicos. Ya que no ha operado todavía el "rigor mortis", quiere Vd levantar los párpados, por favor, y examinar las pupilas. ¿Están dilatadas?
— Cree Vd que puedo, Señor Comisario?
— No sólo puede sino que debe hacerlo, Manuel, es su obligación de investigador, y además, ¡es una orden!
— Sí, Señor Comisario.
Con circunspección obedeció Manuel Campoamor y dijo:
— Dilatadas están, Señor Comisario, si parecen verdaderas canicas de esmeralda.
— Ya ve, Manuel. Acuda al cuarto de baño y compruebe la papelera y el armario. Pero antes, vuelva a cerrar esos párpados, ¡so burro! mientras es tiempo.
— Dispense, Señor Comisario, pero es la primera vez que me miran unos ojos verdes de mujer y...
— No le miran, Manuel, lamento tener que recordárselo, están apagados para siempre, ¡es Vd quien los está mirando!
El inspector en prácticas cerró los párpados de la bonita difunta, apartó la mirada y se alejó sin decir palabra hacia el cuarto de baño contiguo a la habitación.
Al rato, volvió con un frasco en la mano.
— ¿Qué reza la etiqueta? preguntó el comisario.
— No lo sé, parece latín...
— Claro, es el idioma que usan los boticarios para etiquetar los botes de sus preparaciones. ¿Qué lee, pues?
Manuel Campoamor balbuceó:
— Lau...da...num offi....ci...nalis, 2 scrupula, tinct. 40 per c.
— ¿Qué le decía, Manuel ? ¡Otra más bajada a los infiernos en brazos de Morfeo!
El asombro y la incomprensión dejaron a Manuel Campoamor boquiabierto hasta que, viendo su desconcierto, precisara el comisario:
— El láudano es la forma comercial más corriente del opio y la morfina, otro alcaloide extraído de ella, saca su nombre de un genio griego, hijo del Sueño y de la Noche.
Manuel Campoamor frunció el ceño. ¿No estaría el famoso Comisario Carvalho* confundiendo a Orfeo, bajado a los infiernos por amor a Eurídice con ese... Morfeo? Pero, fiel a su personaje y por miedo a verse desairado una vez más, se contentó con hacer notar:
— Fuese lo que fuese, ¡pues tenía buen gusto el tipo ese!
— Manuel, ¿no cambiará Vd nunca?
* guiño al héroe homónimo de Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003).
©Pierre-Alain GASSE, Enero de 2012.
http://pierrealaingasse.fr/esp/ |