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Pinta su habitación de siempre. La única habitación de la casa que lo resistía todo, que imprimía con orgullo el paso del tiempo, que se hacía cargo de los errores del pasado, aquellas frases y desparpajos erróneos que alguna vez de adolescente dibujó. Siempre fue condescendiente consigo mismo, con su pasado, siempre permitió que ese pasado revoloteara como un pajarito entre sus ropas, en sus sueños. Lo hizo aún cuando lo desesperaba, aún cuando deseaba la sencillez de unas paredes sin nada que expresar.
Pinta su habitación de siempre. Primero vacía las paredes de objetos: ramas, colas de zorro, pinturas a lápices pastel, dibujos, bolsas de té, mariposas hechas de polca y papel celofán, una llave anónima colgando sin sentido... Saca las piezas una a una, consciente de la ceremonia, y las coloca en una caja roja. Las hojas que saca se resquebrajan de polvo y pena, suplicantes: "¿por qué nos haces esto?, ¿por qué ahora, luego de tanto?, ¿por qué nos hiciste pensar que esto duraría para siempre?". No responde. Si responde perderá la fuerza, claudicará.

Las paredes así desnudas le causan una congoja tremenda. Pasa las manos por el papel tapiz viejo, recorriendo el pliegue gastado, las pequeñas grietas que ha hecho la lluvia cuando se cuela por la ventana. Mira las frases una a una, sin intentar recordar lo que significaban o por qué las puso allí. Las recorre con los dedos, como si escobillara la crin de un caballo muy gallardo, un pura sangre que no correrá ya más, porque está muy viejo. Lo peinan por costumbre, porque si no lo peinan se pierde el rito y el respeto. Lo peinan porque lo quieren.

Saca la cama, el velador, las últimas cosas que quedan esparcidas en el suelo: un pequeño blasón medieval, una acuarela que alguien alguna vez le regaló. Forra el suelo con diarios y sobre ellos destapa el tarro. La pintura es blanca, sin tonalidad. "¿Blanca? ¿Qué tal beige, ceniza o marfil? La piecita le va a parecer hospital" le dijo el vendedor. “No, blanca, de esa que no tiene nada", respondió, sin agregar más. Coge un palo para mezclar y airear la pintura, pero lo hace muy lento. "Déjame hacerlo a mí, para terminar algún día", lo interrumpe el que lo ayuda. Se hace a un lado para que él moje la brocha y el rodillo nuevo y, descarnado, aplique la primera capa.

El que lo ayuda pinta con vigorosidad y rapidez. En menos de quince minutos ya ha borrado lo que a él le tomó años. En poco más de una hora ya ha pintado todo el techo y una pared, mientras él ha contemplado en silencio sentado en el suelo, sin hacer nada más que mirar. "Sigue tú, me cansé", le dice el que lo ayuda, "mañana aplica la segunda mano para terminar de borrar esas frases, aunque en una de esas tome hasta una tercera", y se va. Se queda solo en la habitación, con el rodillo embetunado de blanco; de ese blanco que no es ni marfil, ni crema, ni crudo; de ese blanco que no tiene nada.

Pinta su habitación de siempre. Está todo el día pintándola, a un ritmo muy pausado y meticuloso. Pese a ello se mancha las manos y la ropa, inexperto. Cuando tiene que aplicar la segunda mano descubre que algunas frases aún se ven, como un animal atropellado al lado de la carretera que todavía agoniza. Las frases vivas gorgotean sangre en la garganta, mueven los brazos intentando avanzar a algún lugar; es casi impercetible el movimiento del pecho, pero allí está, sumamente despacio, evidenciando que aún pasa algo de aire a los pulmones. No es capaz de pegarles el tiro de gracia, así que les pone una cinta adhesiva encima, y sobre la cinta vuelve a pintar. "Ya no se ven, pero están vivas", murmura como en mantra.

Repite la técnica en algunas áreas sin pintar. Salva la frase que le dejó un amigo, salva otra que le dejó una novia muy antigua, una frase que hablaba sobre alcanzar la perfección, sobre estar contento. Salva un dibujito de un edificio, la inscripción del momento en que plantaron los manzanos. Salva la frase que indica la primera noche que pasó en esta casa, cuando tenía los aromas de su infancia todavía impregnados en la piel. Guarda lo que puede, lo que alcanzó a sobrevivir, lo poco que queda por salvar.

El que lo ayuda le dice: ¿y los guardapolvos?, esos no los puedes pintar blancos, se te van a llenar de tierra los palitos por el contacto con el suelo. No responde. No le dice que no quiere ningún color, que no le gustan los colores, que si ha usado el blanco o el negro es porque no son colores, que lo único que le gusta es la madera, que lo único que le gusta de verdad son los árboles. No le dice que lo que quisiera es no tener una habitación y poder volar, que si pudiera volar no necesitaría nada o nadie más nunca.
No le dice que si volara podría dormir en el entretecho, o en un árbol. En un árbol dormiría siempre, y allí no habría pasado ni recuerdos que le aguijoneen el alma, y tampoco esa presión en el pecho que lo hostiga todas las mañanas. No le dice que lo que necesita es romper las paredes porque la ventana es muy pequeña, que necesita luz, más luz. Que no quiere pensar, que no quiere sentir, que necesita alisar la rugosidad en su corazón, corregir el problema que impide el bombeo correcto de sangre a sus arterias, a su memoria. Tampoco le dice que le falta madera, que le falta pasto, pero que no puede ser pintado porque la pintura café y la pintura verde son falsificaciones demasiado tristes, demasiado burdas, un insulto. No puede ni quiere plagiar los colores, ni los aromas, ni las texturas, ni lo vivido.

Píntalos de blanco, es lo que le dice. Que se llenen de tierra no más.

30.7.11

Texto agregado el 02-05-2012, y leído por 191 visitantes. (0 votos)


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