Podría decir muchas cosas, pero encuentra que el silencio es más noble. Podría abrirse un poco más, arriesgarse a quedar en ridículo, a reír, a gozar. El silencio tiene una nobleza a la que el ruido jamás aspirará, reflexiona. Reflexiona sin gran utilidad. Reflexiona para capear ese silencio, para hacerle frente con valentía, para ser parte de algo. Tiene un deseo irrefrenable por ser parte, pero disfruta también estar fuera de todo.

Su conexión con la memoria es más fuerte de lo que podría decir, incluso más fuerte de lo que se atreve admitir a sí mismo. Aún así, puede tomar distancia práctica de esa memoria con una facilidad inhumana. Por eso es tan raro, en el fondo, y la gente lo percibe. Detrás de su cortesía, de su corrección, de su pasión incluso, hay algo que no cuadra: una frialdad extraña en esa aparente búsqueda de la pureza; algo perturbador, insano.

Disfruta su patetismo noctámbulo, y la compañía insomne de viejas batallas indignas. Disfruta su deseo insatisfecho por poder hablar de verdad con las personas, por poder tocar y ser tocado, mirar y ser mirado. Disfruta mucho del frío en el invierno y del calor en el verano, de la soledad mórbida y del hermetismo de la risa. Disfruta y aflige, y flota por las horas como el vapor del agua que intenta en vano alcanzar el cielo.

La verdad es que se siente muy cómodo en la distancia. En su aflicción. Es muy preferible al amor, la compañía y el deber. A la necesidad de tener que hablar, contestar, rendir, profesar o actuar. Le sienta mejor el odio que el amor. Lo lejano que lo cercano. Lo ausente que lo presente. En ello descubre un roce muy hondo con las cosas. Un consuelo que no encuentra en nada más.

4.7.11