Repollito tenía la imperiosa costumbre, de levantarse con un cigarrillo en la mano todas las mañanas, para poder ir a la letrina a hacer sus necesidades. Mientras encendía su cigarrillo, lo acompañaba con un pozuelo de café.
Lulú, su amigo, siempre le recordaba lo peligroso que era encender fósforos en las letrinas. Y un día le dijo; ¿Sabes Repollito? He escuchado decir a un químico amigo mío, que las materias fecales son un hidrocarburo y combustible de muy alto octanaje.
Ya vienes tú con una de las tuyas, siempre hablando disparates, -le respondió Repollito-. ¿Tú crees que si yo lleno de estiércol el tanque de mi motor, voy a salir guayando gomas? Si fuera así, todo el mundo defecaría en fundas y la echaría al tanque de gasolina.
Tú siempre de estúpido, ¿cómo crees que puede ser así? Mi amigo me dijo, que si tú almacenas cierta cantidad de estiércol de animales que comen muchas proteínas, los gases que se liberan los recoges en algún recipiente y se convierten en un combustible gaseoso y hasta puedes cocinar con él.
Ese amigo tuyo no sabe lo que está hablando. Buen bajo tendría ese locrio cuando lo terminen. Bueno…hablando de todo, ya me dio dolor de barriga, así que voy a la letrina. Espérame un momento.
No habían transcurrido cinco minutos, cuando una estruendosa explosión se dejó sentir en toda la cuadra. Partes de madera y cinc fueron lanzados a gran distancia acompañados de una gran cantidad de excrementos, mientras Repollito colgaba en la copa de un alto limoncillo, que se encontraba al lado de la letrina.
¿Pero qué pasó? –Le preguntó Lulú, mirando a su amigo que colgaba-.
Tu amigo tenía razón, Lulú, pero esta no fue la mejor manera de descubrir, el enorme poder de combustión de un retrete.