La calle de los Doradores 
 
Encaro serenamente, sin nada más que lo que en el alma represente 
una sonrisa, el encerrárseme siempre la vida en esta Calle de los 
Doradores, en esta oficina, en esta atmósfera de esta gente. Tener 
lo que me dé para comer y beber, y donde vivir, y el poco espacio 
libre en el tiempo para soñar, escribir —dormir— ¿qué 
más puedo yo pedir a los Dioses o esperar del Destino? 
 
He tenido grandes ambiciones y sueños dilatados —pero también 
los tuvo el cargador o la modistilla, porque sueños los tiene todo 
el mundo: lo que nos diferencia es la fuerza de conseguir o el destino de 
conseguirse con nosotros. 
 
En sueños, soy igual al cargador y a la modistilla. Sólo me 
diferencia de ellos el saber escribir. Sí, es un acto, una realidad 
mía que me diferencia de ellos. En el alma, soy su igual. 
 
Bien sé que hay islas del Sur y grandes amores cosmopolitas y (…) 
 
Si yo tuviese el mundo en la mano, lo cambiaría, estoy seguro, por 
un billete para [la] Calle de los Doradores. 
 
Tal vez mi destino sea eternamente ser contable y la poesía o la 
literatura una mariposa que, parándoseme en la cabeza, me torne 
tanto más ridículo cuanto mayor sea su propia belleza. 
 
Sentiré añoranzas de Moreira, ¿pero qué son las 
añoranzas ante las grandes ascensiones? 
 
Sé bien que el día que sea contable de la casa Vasques y 
Cía. será uno de los grandes días de mi vida. Lo 
sé con una anticipación amarga e irónica, pero lo 
sé con la ventaja intelectual de la certidumbre. 
 
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El patrón Vasques. Siento, muchas veces, inexplicablemente, la 
hipnosis del patrón Vasques. ¿Qué es para mí 
ese hombre, salvo el obstáculo ocasional de ser el dueño de 
mis horas, durante un tiempo diurno de mi vida? Me trata bien, me habla 
con amabilidad, salvo en los momentos bruscos de preocupación 
desconocida en que no habla bien a alguien. Sí, ¿pero por 
qué me preocupa? ¿Es un símbolo? ¿Es una 
razón? ¿Qué es? 
 
El patrón Vasques. Me acuerdo ya de él en el futuro con la 
nostalgia que sé que he de sentir entonces. Estaré tranquilo 
en una casa pequeña de los alrededores de algo, gozando de un 
sosiego en el que no haré la obra que no hago ahora, y 
buscaré, para continuar el no haberla hecho, disculpas diferentes de 
aquella en que hoy me esquivo a mí mismo. O estaré internado 
en un asilo de mendigos, feliz por la derrota completa, mezclado con la 
ralea de los que se creyeron genios y no fueron más que mendigos con 
sueños, junto con la masa anónima de los que no tuvieron 
poder para triunfar ni renuncia generosa para triunfar al revés. 
Esté donde esté, recordaré con nostalgia al 
patrón Vasques, a la oficina de la Calle de los Doradores, y la 
monotonía de la vida cotidiana será para mí como el 
recuerdo de los amores que no tuve, o de los triunfos que no habrían 
de ser míos. 
 
El patrón Vasques. Veo hoy desde allí, como le veo hoy desde 
aquí mismo —estatura media, achaparrado, ordinario con 
límites y afectos, franco y astuto, brusco y afable—, jefe, aparte 
su dinero, en las manos peludas y lentas, con las venas marcadas como 
pequeños músculos coloreados, el pescuezo lleno pero no 
gordo, los carrillos colorados y al mismo tiempo tersos, bajo la barba 
oscura siempre afeitada a tiempo. Le veo, veo sus ojos de vagar 
enérgico, los ojos que piensan para dentro cosas de fuera, recibo la 
perturbación de su ocasión en que no le agrado, y mi alma se 
alegra con su sonrisa, una sonrisa ancha y humana, como el aplauso de una 
multitud. 
 
Será, tal vez, porque no hay cerca de mí una figura 
más importante que el patrón Vasques por lo que, muchas 
veces, esa figura vulgar y hasta ordinaria se me enreda en la inteligencia 
y me distrae de mí mismo. Creo que hay símbolo. Creo o casi 
creo que en alguna parte, en una vida remota, este hombre fue en mi vida 
algo mas importante que lo que es hoy. 
 
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¡Ah, comprendo! El patrón Vasques es la Vida. La Vida, 
monótona y necesaria, dirigente y desconocida. Este hombre trivial 
representa la trivialidad de la Vida. El lo es todo para mí, por 
fuera, porque la Vida lo es todo para mí por fuera. 
 
Y, si la oficina de la Calle de los Doradores representa para mí la 
Vida, este segundo piso mío, donde vivo, en la misma Calle de los 
Doradores, representa para mí el Arte. Sí, el Arte, que vive 
en la misma calle que la Vida, aunque en un sitio diferente, el Arte que 
alivia de la Vida sin aliviar de vivir, que es tan monótono como la 
misma Vida, pero sólo en un sitio diferente. Sí, esta Calle 
de los Doradores comprende para mí todo el sentido de las cosas, la 
solución de todos los enigmas, salvo el de que existan los enigmas, 
que es lo que no puede tener solución. 
 
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Prefiero la prosa al verso, como modo de arte, por dos razones, la primera 
de las cuales, que es mía, es que no puedo escoger, pues soy incapaz 
de escribir en verso. La segunda, sin embargo, es de todos, y no es -lo 
creo de verdad- una sombra o disfraz de la primera. Vale, pues, la pena que 
la deshile, porque afecta al sentido íntimo de todo el valor del 
arte.  
 
Considero al verso una cosa intermedia, un paso de la música a la 
prosa. Como la música, el verso es limitado por leyes 
rítmicas que, aunque no sean las leyes rígidas del verso 
regular, existen sin embargo como defensas, coacciones, dispositivos 
automáticos de opresión y castigo. En la prosa hablamos 
libres. Podemos incluir ritmos musicales y, a pesar de ello, pensar. 
Podemos incluir ritmos poéticos y, sin embargo, estar fuera de 
ellos. Un ritmo ocasional de verso no estorba a la prosa; un ritmo 
ocasional de prosa hace tropezar al verso.  
 
En la prosa se engloba todo el arte, en parte porque en la palabra 
está contenido todo el mundo, en parte porque en la palabra libre 
está contenida toda la posibilidad de decirlo y pensarlo. En la 
prosa lo damos todo, por transposición: el color y la forma, que la 
pintura no puede dar sino directamente, en ellos mismos, sin 
dimensión Intima; el ritmo, que la música no puede dar sino 
directamente, en él mismo, sin cuerpo formal, ni ese segundo cuerpo 
que es la idea; la estructura, que el arquitecto tiene que formar con cosas 
duras, dadas, exteriores, y nos erguimos en ritmos, en indecisiones, en 
decursos y fluideces; la realidad, que el escultor tiene que dejar en el 
mundo, sin aura ni transubstanciación; la poesía, en fin, en 
la que el poeta, como el iniciado en una orden oculta, es siervo, aunque 
voluntario, de un grado y de un ritual.  
 
Estoy seguro de que, en un mundo civilizado perfecto, no habría otro 
arte que la prosa. Dejaríamos los ponientes a los ponientes, 
procurando tan sólo, en arte, comprenderlos verbalmente, 
transmitiéndolos así en una música inteligible del 
corazón. No haríamos escultura de los cuerpos, que 
guardarían, propios, vistos y tocados, su relieve móvil y su 
tibieza suave. Haríamos casas sólo para vivir en ellas, que 
es, al fin, aquello para lo que son. La poesía quedaría para 
que los niños se acercasen a la prosa futura; que la poesía 
es, por cierto, algo infantil, mnemónico, auxiliar e inicial.  
 
Hasta las artes menores, o aquellas a las que podemos llamar así, se 
reflejan, susurrantes, en la prosa. Hay prosa que danza, que canta, que se 
declama a sí misma. Hay ritmos verbales que son bailes en que la 
idea se desnuda sinuosamente, con una sensualidad translúcida y 
perfecta. Y hay también en la prosa sutilezas convulsas en que un 
gran actor, el Verbo, transmuta rítmicamente en su substancia 
corpórea el misterio impalpable del Universo. 
 
  
   
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