¿Qué iba a ser de mí? Solo pensar en ello me 
estremecía, me consternaba hasta el extremo de quedarme en casa 
sentado sin hacer nada. Un día salí de mi apartamento en el 
barrio de Hongô y me dirigí arrastrando el bastón de 
bambú hasta al parque de Ueno. Era una tarde de mediados de 
septiembre. Mi yukata blanca ya no resultaba apropiada para la época 
del año y me sentía horriblemente llamativo, como si brillase 
en la oscuridad. Estaba tan abatido que no quería vivir más. 
De la superficie del estanque de Shinobazu se levantaba un viento estancado 
y pestilente. Las flores de loto que crecían allí 
habían empezado a marchitarse; sus truculentas carcasas, atrapadas 
entre tallos alargados y vencidos, las estúpidas caras de la gente 
con una expresión de agotamiento total, todo brotaba al frescor de 
la tarde y me llevaba a pensar que el fin del mundo debía de andar 
cerca. 
Caminé sin proponérmelo hasta la estación de Ueno. 
Entre los soportales de esa «Maravilla de Oriente» pululaba una 
oscura, serpenteante e incontable muchedumbre. Almas derrotadas. Todas y 
cada una de ellas. No podía hacer nada por evitar esa 
impresión. Para los campesinos que viven en los pueblos del lejano 
noreste, todo eso no son ni más ni menos que las puertas del 
infierno. Pasas a través de ellas para entrar en la gran ciudad y 
regresas de nuevo a casa, roto, destruido, con nada más que harapos 
colgando de un cuerpo saqueado. ¿Qué esperabas? Me 
senté con una sonrisa en los labios en un banco de la sala de espera 
de la estación. ¿No te lo habían dicho? 
¿Cuántas veces te advirtieron de que si te marchabas a Tokio 
no irías a ninguna parte? Hijas, hijos, padres. Sentados en los 
bancos a mi alrededor, despojados de todo su ingenio, ocultos tras sus ojos 
nublados. ¿Qué es lo que ven? Flores fantasmagóricas 
que bailan en la oscuridad, la historia de sus vidas desplegándose 
como si fueran pergaminos frente a ellos, como lámparas giratorias 
decoradas con rostros indescriptibles. 
Me levanté para escapar de aquella sala y caminé por el 
andén hacia la salida. Acababa de llegar el expreso de las siete y 
cinco. Un enjambre de hormigas negras empujaba y zarandeaba, caían 
unas sobre otras en la aglomeración que se dirigía y 
salía del tren. Cestas y maletas por todas partes. También 
bolsos anticuados de viaje que yo tenía por desaparecidos 
hacía ya tiempo. ¿Los habrían expulsado a todos de su 
tierra natal? 
Los hombres vestían con presunción. Portaban un tenso y 
agitado semblante. Pobres cabrones. Ignorantes. Una pelea con el padre y 
huyen precipitadamente. Imbéciles. 
Un joven en concreto llamó mi atención. Fumaba de una forma 
espléndida y afectada. Sin duda lo había aprendido en una 
película e imitaba a algún actor extranjero. Salió por 
la puerta con una única maleta. Con la ceja arqueada 
inspeccionó los alrededores. Seguía actuando. Vestía 
un traje de cuadros chillón. Los pantalones, por no decir otra cosa, 
eran demasiado largos. Parecía como si le nacieran en el cuello. 
Gorra blanca de deporte. Zapatos de cuero rojo. Apretó las comisuras 
de los labios y salió a la calle, tan elegante que resultaba 
cómico. Me entraron ganas de tomarle el pelo. Aquellos días 
estaba bastante aburrido y no encontraba nada con lo que distraerme. 
—¡Eh, tú! ¡Takiya! —Había visto su nombre escrito 
en la maleta—. Acércate un momento. 
Caminé con brío delante de él sin mirarle a la cara. 
El chaval me siguió dócilmente, como si lo arrastrara el 
torbellino del destino. Tengo cierta confianza en mi conocimiento de la 
psicología humana y, cuando la gente está distraída, 
la mejor manera de hacerte con ellos es comportarte de una manera 
abrumadora, dominante. Se transforman en arcilla en tus manos. Tratar de 
tranquilizar a tu víctima actuando de forma natural, razonando con 
cierto tono de seguridad, puede provocar un resultado opuesto al deseado. 
Caminé hacia la colina de Ueno. Subí despacio por las 
escaleras de piedra. 
—Creo que deberías ponerte en manos de tu viejo camarada —dije. 
—Sí señor —contestó él, rígido. 
Me detuve al pie de la estatua de Saigo Takamori. No había nadie 
alrededor. Saqué un paquete de cigarrillos y encendí uno. 
Miré la cara del chico iluminada por la luz de la cerilla. 
Allí estaba él, haciendo un mohín, con toda la 
ingenuidad de un niño. Empecé a sentir lástima por 
él y pensé que ya le había tomado el pelo lo 
suficiente. 
—¿Cuántos años tienes? 
—Veintitrés. 
Tenía un fuerte acento del campo. 
—Tan joven, ¿eh? —Suspiré sin querer—. De acuerdo. Puedes 
irte. 
Iba a explicarle que tan solo quería darle un pequeño susto, 
pero de pronto me atrapó la tentación —nada comparable a la 
emoción de estafar a tu propia mujer— de tomarle un poco más 
el pelo. 
—¿Tienes algo de suelto por ahí? 
Se inquietó y al cabo de un momento respondió: 
«Sí». 
—Dame veinte yenes. —La situación resultaba cómica. 
Sacó el dinero. 
—¿Puedo irme ya? 
Con su pregunta me daba pie para echarme a reír en su cara y 
decirle: «Te estoy tomando el pelo. Es solo una broma, idiota. Ahora 
ya sabes el lugar terrible que puede ser Tokio. Vuélvete a casa y 
tranquiliza el corazón de tu padre». Sin embargo, no 
había empezado toda mi rutina solo por el placer de la 
diversión. Debía la renta del apartamento. 
—Gracias. No me olvidaré de ti, colega. 
Mi suicidio se pospuso un mes más. 
  
 Esperando 
 
Esperando  
 
Todos los días voy a la pequeña estación de tren a 
buscar a alguien. Quién es ese alguien, no lo sé. 
Siempre paso por ahí después de hacer las compras en el 
mercado. Me siento en una fría banca, pongo la cesta de las compras 
sobre mis rodillas, y miro abstraídamente hacia los molinetes. Cada 
vez que llega un tren, una multitud de pasajeros es escupida hacia afuera 
desde las puertas de los vagones. La muchedumbre avanza en tropel hacia los 
molinetes, y las personas, todas con la misma cara de enojo, sacan los 
pases y entregan los boletos. Luego, sin mirar hacia los costados, caminan 
precipitadamente. Pasan por delante de mi banca, salen hacia la plaza que 
está frente a la estación, y se van cada uno por su lado. Yo 
sigo sentada distraídamente. ¿Qué sucedería si 
alguien sonriese y me hablase? ¡Ay no, por Dios! La mera posibilidad 
me pone tan nerviosa que me estremezco de sólo pensarlo, como si me 
hubieran echado agua fría en la espalda. No puedo respirar. Y sin 
embargo, continúo esperando a alguien todos los días. 
¿A quién podría ser que estuviera esperando? ¿A 
qué tipo de persona? Pero quizás lo que estoy esperando no 
sea un ser humano. Odio a los seres humanos. En realidad les tengo miedo. 
Cada vez que estoy cara a cara con alguien diciendo cosas como 
“¿qué tal, cómo está?”, o “¡cómo 
refrescó!”, saludando sólo para cumplir, siento que soy la 
persona más falsa del mundo. Me pone tan terriblemente mal que 
quiero morirme. Y las personas con las que hablo se ponen a la defensiva 
sin razón, me hacen vagos cumplidos, y comentan sentenciosamente 
impresiones que no tienen en verdad. Su cautela mezquina me hace sentir 
triste: el mundo es cada vez más repugnante y no puedo soportarlo. 
La gente intercambia tensos saludos desconfiando unos de otros hasta 
cansarse, y así pasa la vida. 
A mí no me gusta encontrarme con gente. Por eso, a no ser que 
hubiera una razón excepcional, nunca visitaba a amigos. Lo 
más cómodo ha sido para mí estar en casa con mi madre 
cosiendo, las dos solas, en silencio. Pero finalmente estalló la 
guerra[1], y el ambiente se puso tan tenso, que empecé a sentirme 
culpable de quedarme en casa todo el día sin hacer nada. Me 
sentía angustiada y no podía relajarme en absoluto. 
Quería hacer una contribución directa trabajando tan duro 
como pudiese. Perdí toda fe en la vida que había llevado 
hasta ese momento. 
No soporto quedarme en casa en silencio. Sin embargo cuando salgo me doy 
cuenta de que no tengo ningún lugar adonde ir. Así que hago 
las compras, y al regresar, paso por la estación y me siento 
distraídamente en la fría banca. Tengo la ilusión de 
que alguien venga, pero si esa persona realmente apareciera, 
¿qué haría? La idea me da pánico, pero estoy 
resignada. Si eso sucede, voy a entregarle mi vida: estoy preparada y ese 
momento marcará mi destino. Estos sentimientos de resignación 
y fantasías impudentes se entretejen de una forma muy 
extraña. La sensación me agobia de un modo sofocante. El 
mundo alrededor se enmudece; la gente que va y viene en la estación 
aparece pequeña y lejana, como si estuviera mirando por un 
telescopio al revés. La sensación es vaga, como si estuviera 
soñando despierta, como si no supiera si estoy viva o muerta. 
¡Ay! ¿Qué cosa estoy esperando? Acaso yo no sea 
más que una mujer obscena. Todo eso del estallido de la guerra, lo 
de sentirme angustiada, de trabajar duro porque quiero ser útil, 
quizás sólo sea una mentira, una excusa noble para tratar de 
encontrar una oportunidad de materializar mis fantasías indiscretas. 
Me siento aquí con mirada perdida, pero en el fondo, dentro de 
mí puedo ver cómo flamea la llama de mis deseos obscenos. 
¿Pero, a quién diablos espero? No tengo en absoluto una idea 
clara, solamente una imagen vaga y confusa. Y sin embargo, continúo 
esperando. Desde el estallido de la guerra paso por aquí todos los 
días a la vuelta de las compras y me siento en esta fría 
banca a esperar. ¿Y si alguien me sonriera y me hablara? ¡Ay, 
no!, no es usted a quien estoy esperando. Entonces, ¿a quién? 
¿Qué espero? ¿Un marido? No. ¿Un novio? No, 
para nada. ¿Un amigo? De ningún modo. ¿Dinero? Es 
ridículo. ¿Un fantasma? ¡Ay no, por favor! 
Algo más apacible y alegre, algo maravilloso. No sé 
qué. Por ejemplo, algo como la primavera. No, no es eso. Hojas 
verdes. El mes de Mayo. El agua fresca y cristalina fluyendo a 
través de los campos de trigo. No, tampoco es eso. Ay, y sin embargo 
sigo esperando, con el corazón palpitante. Las personas pasan unas 
tras otras delante de mis ojos. No es aquello, ni esto. Con la cesta de 
compras en mis brazos, me estremezco y espero con todo mi corazón. 
Le pido a usted por favor que no me olvide. Por favor no olvide a la chica 
veinteañera que viene todos los días a la estación y 
regresa a su casa sintiéndose vacía. Por favor 
recuérdeme, y no se ría de mí. No voy a decirle el 
nombre de la estación. Aunque no lo haga, usted me verá 
algún día. 
 
 
  
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