Con cuidado de hacer el menor ruido posible, toqué en la puerta grabada con el número 10, uno de los cuartos de aquél pequeño y discreto hospital, escondido entre los pliegues del centro de la ciudad, confundido en medio de pequeñas casas y negocios. Nadie contestó al golpecito que di en la puerta, por lo que tomé la manija, la giré lentamente, entré, abrí y me asomé. Fue en ese momento que escuché la voz de Maki decir: ”Pásale Serita”.
Al entrar al cuarto vi a Maki rodeada de su esposo y suegra, me sonrío haciendo una mueca que jalaba la parte izquierda de su cara y que era signo de una parálisis facial. Se veía extrañamente diferente, descompensada, agotada. No di muestra alguna de la sorpresa que me provocaba su estado y sólo me limité a corresponderle con una sonrisa. Con la intención de no verla más, bajé de inmediato la mirada y busqué en las manos de los que estaban ahí a su hijo, de quien ya sabía desde hace unos meses por las pataditas que daba en su vientre.
Después de una exhausta búsqueda con la mirada, vi al pequeño dormido, rojo, diminuto e indefenso. Estaba en las piernas de su abuela, su blanca y arrogante abuela, quien reclinada sobre el sillón café, me miraba notablemente satisfecha recargando su pesada mano sobre el pequeño vientre del bebe.
La mujer hizo una gesto parecido a una sonrisa, y con voz suave y pausada me dijo: ”Este es mío…el de ella está en la cuna”. Yo fingí sonreír y le dije: ”Está rojito”. Ella alzó la ceja, subió el mentón, hundió más su mano en el bebé y con la voz en un tono más alto, aseguró: “Como ves no será renegrido, será blanco… mira su piel, casi es transparente de lo blanca, igualito que mi hijo”.
Maki, al escuchar eso comenzó a llorar de manera desesperada y sus labios comenzaron a temblar, acentuando más la mueca de su cara. Su esposo al ver esto, se levantó de su lugar, fue a donde estaba su madre, le pidió el bebé y le sugirió saliera afuera a comer algo.
Sin embargo aunque la mujer salio, Maki no se sintió mejor, se sintio peor y en un arranque de desesperación se jaló los cabellos pensando en las burlas, chistes y humillaciones que había recibido de su suegra y sus cuñados por su oscuro color de piel. Su marido para consolarla le acercó al bebé para que lo cargara, pero ella sumamente alterada pidió que le quitara al bebé de su vista, gritando que sería renegrido y feo, que no tenía caso creciera en medio de la familia blanca de su esposo.
Su esposo sin pensarlo mucho le retiró el bebé, que comenzó a llorar y lo recostó en la cuna. Luego se asomó a la puerta y llamó a las enfermeras pidiendo auxilio. Acudieron dos, le dieron a Maki un calmante y al bebé su biberón.
Luego del sedante Maki se quedó dormida y su esposo triste y llorando. Entonces no tuve palabra alguna que decir, sólo salí y cerré la puerta de la habitación diez de aquél oscuro hospital.
 
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