Nos quedamos dormidas. Amaneció la orilla y nos despertó el suave susurro del agua golpeando las rocas. Durante la larga noche se nos habían enredado las algas y las conchas a la ropa. Como si no quisiéramos despertar a esos extraños habitantes de los amaneceres nuevos, nos desperezamos lentamente y en silencio.
El agua en calma murmuraba palabras sin dueño, palabras que se colaban bajo tus largas pestañas y atravesaban mi garganta muda, que jugueteaban y se perdían en el vaivén de las olas, demasiado sinceras o tempranas, quizás demasiado nuevas, o puede que tan gastadas…
Palabras como cuerpos, desorientados y rotos, buscando de mala gana un sitio donde dejarse vencer, donde abandonarse y olvidarse al fin.
Yo las ignoraba por miedo, o inseguridad, tal vez solo por desgana. Nos habíamos quedado dormidas escuchando canciones al sol, y amanecimos empapadas de invierno. Ni un otoño más sabio ni un verano más lento hubieran evitado el dolor y el desatino del paso del tiempo. Posponerlo era una mentira y obviarlo sumergirse en el sueño, hinchado de irrealidad deliciosa, podrido por dentro.
Enfrentamos nuestros fantasmas y nos vencieron. Amaneció la playa desierta y nos enamoró de nuevo. El perfume salado de tantos y tantos sueños, los destellos de magia, el clamor de la vida en un susurro sereno. Nos marcó por dentro y por fuera, nos dejó el hechizo de la sal y la arena…Y casi rozándonos y a la vez tan lejos, dejamos volar nuestra imaginación sobre el horizonte de fuego, y se nos encharcaron las pupilas, de admiración y duelo…y en nuestros corazones...en nuestros corazones, tan solo hielo.
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