El puma
Estaba en el campo de mis abuelos. Había ido a pasar las vacaciones de verano, porque mamá decía que me hacía falta tomar sol y leche al pie de la vaca. Mi padre, más realista, opinaba que el sol y la leche no me iban a quitar los granos que me estaban saliendo en la cara.
Con mis abuelos, que tenían orden de atiborrarme de comida sana, no había muchos chicos de mi edad y los pocos que vivían allí, no podían perder tiempo con un adolescente capitalino. Ellos debían ayudar a sus padres en las tareas comunes del campo.
Así que vagaba con mi caballo por la orilla del arroyo, bajo los sauces, buscando la sombra reparadora, donde me sentaba en alguna piedra a leer algún libro de los muchos que había llevado.
Recuerdo como si fuera hoy, que estaba acostado en el pasto con una ramita entre los dientes, pensando boludeces propias de mi edad, cuando mi caballo, que estaba suelto ramoneando aquí y allá, salió disparado corriendo enloquecido.
Me paré de un salto, sin comprender que era lo que lo había asustado, ya que era un caballo medio viejo y sumamente manso, cuando vi al puma. Estaba a tres metros de mí y me miraba fijamente con sus enormes ojos amarillos. No me asusté y traté de hacerme el amigable, como cuando creemos que un perro desconocido nos amenaza…
—¡Lindo bichito! ¡Lindo bichito! ¡Pumita bonito y bueno!— le dije tembloroso.
—No te asustes, Edy, que no te voy a comer.—me dijo— Solo quiero ser tu amigo. No sabes la envidia que me da verte todo el día sin hacer nada, aburrido como una nube al mediodía…
Hablamos largo y tendido y terminamos haciéndonos amigos.
Todos los días nos juntábamos bajo los sauces y yo le contaba de la vida de los humanos. Él a su vez me contaba de su vida. En realidad era un puma joven y deseoso de conocer el mundo. Un día le leí “El ocaso de los dinosaurios” de Alejandro Vignati y juro que mi amigo lloró.
A todo esto mis abuelos me hicieron invitar a un cumpleaños de quince, de la hija de unos estancieros vecinos. Habría baile y mucha gente vendría de Buenos Aires.
Yo no deseaba asistir a la fiesta porque tenía la cara llena de unos granos, que me hacían parecer a un choclo. Entonces se me ocurrió. Haría que mi amigo el Puma fuera por mí. Cuando se lo dije, le tembló la larga cola de alegría. Como faltaba una semana para la fiesta, discurríamos de qué manera lograríamos que mi amigo, pasara por mí. Conseguí que el puma aprendiera a caminar erguido y a lavarse los dientes, porque tenía un aliento un poquitín fétido y si tenía que bailar algún lento, podría pasar algún papelón con su compañera. Mi ropa le calzaba justo y le recorté el pelo y lo peiné medio revuelto, como yo usaba el cabello. El problema que teníamos era su cara. Por más que lo afeitara y maquillara, le quedaba esa cara felina y los ojos amarillos. Por suerte era muy poca la gente que me conocía y conseguí unos anteojos de mi abuela, con marco blanco, muy parecidos a los que usaba la escritora Victoria Ocampo, a quien mi abuela admiraba. El día antes de la fiesta decidimos hacer un ensayo general, para ver si todo funcionaba bien. Lástima que no hubo forma que el caballo se dejara montar por mi amigo. El puma tampoco quería que lo llamara por ningún nombre, porque pensaba que eso sería como quitarle su libertad. Algo de razón tenía, porque estamos esclavizados a un nombre y a un apellido que es muy difícil cambiarlo, si no nos agrada. Hay jueces que no aceptan de ninguna manera autorizar un cambio de nombre a pesar de tener motivos sobrados para hacerlo.
Me estoy desviando de la narración. Decía que hicimos un ensayo general. Llegamos a casa y se lo presenté a mis abuelos quienes se mostraron muy contentos que yo hiciera un amigo. Lo invitaron a almorzar y yo me apresuré a decirles que mi nuevo amigo era vegetariano. No fuera a suceder que el puma, con la carne se volviera loquito y nos descubrieran.
Mi abuela por suerte, no reconoció los anteojos a pesar que en un aparte me comentó que el muchacho le parecía una cara conocida, pero nó, no podría ser pariente del Guatón Loyola, porque el muchacho tenía la voz bastante gruesa y vibrante y toda la familia del Guatón tenía la voz finita.
La muchacha que servía a la mesa lo miraba con ojos desorbitados y se persignó al pasar junto a él, pero aparte de eso, todo transcurrido con normalidad. Habíamos pasado el examen y nadie sospechaba que no era un humano.
A la noche siguiente acompañé a mi amigo hasta la entrada de la casa donde iba a ser la fiesta y luego de innumerables recomendaciones lo dejé entrar.
Todo lo que puedo contar a partir de ahí, lo supe por boca de terceros y cuentan que Edy (el falso Edy) causó sensación entre los asistentes a la fiesta. En especial entre las damas a quienes cautivó con su amabilidad y simpatía. Bailó con todas las mujeres presentes y especialmente con la quinceañera, ante la alegría de los padres de la muchacha, quienes creyendo que era yo, lo consideraban un buen partido.
Por eso no se asustaron cuando su hija desapareció con el galán de los anteojos blancos y no volvió nunca más. Total, ya la chica estaba en edad de merecer y ambos eran jóvenes y se habían enamorado a primera vista.
Años después supe que se habían casado y mi amigo se había dedicado con éxito al canto y ella era su representante.
Se hacía llamar el Puma Rodríguez y era el feliz propietario de una famosa marca de zapatillas.
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