Sucede que la persona que está frente a mi mesa en un bar, se tensa si la miro insistentemente. Tensa su espalda, tensa los músculos de la cara: las cejas, el mentón, las comisuras; carraspea. Incluso, se siente incómodo. Sin embargo, cuando no se cree observado, cuando yo me comporto como si no existiera (bebo mi café o simule ensimismamiento aunque me fije en él, con disimulo), tiende a relajarse, a confiar los músculos del rostro y a sentirse progresivamente libre casi hasta el grado de creerse solo en el bar, como si las personas presente fuéramos parte del mobiliario.
Algo similar sucede cuando escribimos pensamientos, sensaciones. No es lo mismo escribir para uno mismo, que hacerlo presuponiendo que esas precisas palabras serán leídas. El texto predestinado a ser quemado o guardado bajo siete llaves, sólo escrito para uno mismo, conserva una frescura inigualable.
Carece de prejuicios, de mentiras. Es y será siempre un texto libre, auténtico, sin vicios: nunca fue pensado para agradar a nadie, ni para sorprender a nadie, ni para ser comprendido por nadie más allá de uno mismo, del desahogo. Es un texto escrito en libertad.
Por eso tal vez la libertad, ya sea libertad de movimientos o libertad de pensamiento, se encuentre precisamente en eso: en la falta de ojos ajenos, en la más estricta intimidad. Por eso, tal vez, seamos más libres cuanto más lejos nos creamos de otros juicios. Por eso, tal vez, precisamente, cuanto más solo estemos, más libre seamos…
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