No pensé que cumplirían con sus amenazas, pero lo hicieron. Los obreros de mi cuerpo se han declarado en huelga indefinida, y aquí me tienen, tirado moribundo en la cama. Puedo oir el griterío de sus consignas sindicales y el rumor del flamear de sus banderas de batalla. Allí, protestan los riñones basureros, los gasfiteros pulmones, las venas jardineras, el electricista cerebro, el corazón textil, etc, todos solidarios con mis huesos, quienes me acusan de darles mala vida.
Pero, ¿qué puede hacer un hombre sin las condiciones básicas para un trabajo intelectual? Ya desde mi adolescencia vislumbraba un porvenir con indudables limitaciones. Sabía que no sería abogado ni ingeniero, ni médico ni músico, y que estaba destinado irremediablemente al trabajo rudo.
Felizmente tuve unos brazos y unos hombros descomunales que me permitieron cargar durante treinta años la mercadería más pesada en todos los mercados de la capital, y que al menos, gracias a ellos, pude llevarme un pan a la boca todos los días.
Estoy sudando mucho, y la respiración se me apaga. Allá ellos con su terquedad, pues si no levantan su medida de fuerza, ellos mismos se irán a la tumba conmigo.
Pero, ¡qué ingenuidad para más grande la de mis huesos!, a estas alturas de mi vida querer que les prometa conseguir un trabajo de oficinista.
Es cierto, tienen algo de razón, a ellos (que ya están viejos como yo), les cuesta levantar toneladas de sacos de papa y cajas de artefactos, pero no comprenden que otra cosa no sé hacer.
Un primo mío entra a mi habitación con el cura para que me dé los Santos Oleos. Si pudiera mando al demonio a ese calvito, pero me cuesta hablar. Ni mis manos inmóviles pueden hacer un gesto para que se vaya. Estafadores de la fé, nunca creí en ellos.
-¡No pueeedooo!- le grito en silencio al ebanista intestino grueso que me exige que mañana me vista de cuello y corbata. -¡¿No entiendes que no nací para arquitecto o contador?!
A medianoche, se desdibuja inexorablemente mi pobre ser que con dificultades sobrevivió medio siglo.
Conmigo, agonizan mis obreros traidores, que, arrepentidos a última hora, buscan desesperados algún hueco por dónde escapar de este barco en naufragio que es mi cuerpo.
Todo está consumado. Un poco de sangre que escapa por mis narices, se cree libre por unos segundos, pero torna su mirada feliz en lúgubre, cuando el pañuelo de mi primo detiene su huída al limpiar mi rostro muerto.
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