“Cuarenta años no es nada…” Cuarenta años que habían transcurrido en un abrir y cerrar de ojos desde que Diego se fue. Media vida buscándolo en otros ojos, en otras sonrisas, en otras manos… pero él no residía en ninguno de los hombres que pasaron por su vida. Tenía setenta y dos años, y la apariencia de una mujer de cincuenta, atractiva y siempre elegantemente vestida, impecable a todas horas, como si esperase que en cualquier momento él apareciese frente a ella. Durante todos aquellos años, la soledad se había convertido en su mayor aliada, y en su mirada se había instalado la melancolía, de una forma devastadora. Aun así no hubo un solo instante en que hubiera contemplado la idea de abandonar la espera.
Era un 19 de junio, y con el mismo ritual de todos los días, se sentó en su sillón de pana morado, tomó el libro que había comenzado a leer una semana atrás, y se sumergió profundamente en su lectura, tras unos instantes, algo pareció distraerla, levantó la vista, luego cuidadosamente cerró el libro y en voz alta dijo: Sabía que hoy vendrías a buscarme.
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