Mirinda, 30 años después…
La mujer se sentó en el banco de la plaza. Todavía
llamaban plaza a ese lugar desolado donde otrora
hubo pasto, árboles y flores.
Vio llegar a Mirinda que venía arrastrando los
pies, con el pelo revuelto y gris , largo como la
barba que circundaba su boca temblorosa
Mirinda se sentó en la otra punta del banco y sin
mirar a la mujer dijo con voz clara y fina:
—Café.
La mujer se sofocó y se puso rígida.
Mirinda continuó hablando:
—El perfume, el olor, el aroma...Ricos, oscuros, fabulosos granos del Brasil, recién molidos...
De un salto la mujer se puso de pie, trastabillando como si le hubieran pegado un tiro y se fue tambaleándose...
Mirinda suspiró y caminó por la plaza hasta llegar a un banco donde estaba sentado un joven totalmente abstraído en la tarea de envolver hierba seca en un cuadradito de papel fino. Los dedos delgados modelaban tiernamente la hierba, casi en un ritual sagrado, temblando mientras hacía el rollo, lo llevaban a la boca e hipnóticamente lo encendían.
El joven se echó para atrás, los ojos entrecerrados de deleite, en comunicación con el extraño aire rancio en la boca y en los pulmones.
Mirinda miró el humo que volaba en el viento del mediodía y dijo:
—¡Chesterfield!
El joven apretó las rodillas.
—Marlboro —dijo Mirinda —Lucky Strike...
El joven lo miró fijo.
—Kent, Jockey Club, Particulares, Philips Morris, Viceroy, Camel —dijo Mirinda sin volverse —Así se llamaban... paquetes blancos, rojos, ambarinos, verde tierno, celeste, oro puro, con la elegante cintita colocada alrededor, para sacar el celofán arrugado y la estampilla azul de los impuestos del Gobierno...
—¡Cállese! —le dijo el joven con furia
—Se compraban en los kioscos, en el subterráneo, en los bares, en las cafeterías...
—¡Cállese!
—Pero es que ese humo de usted me hizo pensar...
—¡No piense! —el joven se sobresaltó tanto que el
cigarrillo casero se le deshizo en briznas, sobre el regazo.
—¡Mire lo que me hizo hacer!
—Lo siento. Era un día de tan buenos amigos...
—¡Yo no soy su amigo!
—¡Todos somos amigos ahora! ¿O para qué vivimos?
—¿Amigos?—resopló el joven, recogiendo inútilmente los filamentos y el papel.. —Quizás había amigos en el 2012, pero ahora...
—El 2012. Usted sería un chico entonces. Todavía había galletitas Butter en envoltorios de color amarillo y chocolates Milky y Cadbury, en papeles azules y anaranjados... para tragarse un universo de estrellas, cometas y meteoros. ¡Lindo!
—¡Cállese, viejo maldito! ¿No sabe que puedo hacerlo encarcelar por nombrar esas cosas del pasado?
—Solo deseo que no las olvide, amigo.
—¡Yo no soy su amigo!
Mirinda se paró lentamente y colocando sus manos en los raídos bolsillos de su raído traje, se fue caminando cruzando la plaza y se sentó en otro banco, donde estaba una mujer escribiendo algo en un papel. La mujer lo miró sorprendida y trató de ocultar el papel. Mirinda le sonrió y le dijo suavemente:
—No tema, no soy de la Policía Especial. Solo soy un
pobre viejo que trata de recordar y hacer que los demás no se olviden.
—¡Entonces usted es el famoso Mirinda! He oído mucho hablar de usted y sé que su vida tiene un precio. Al que lo delate o lo entregue a las autoridades, se le recompensará con 20 latas de legumbres. Veinte hermosas y brillantes latas de porotos, arvejas e incluso dicen que una de esas
latas será de duraznos en almíbar.
—¿Usted me entregaría, por esa enorme recompensa?
—¡Jamás, lo entregaría, ni por esa ni por otra mayor aún!
Creo que lo que está haciendo es bueno para la
humanidad y además sé quién es usted.
—Solo soy un viejo con la idea obsesiva de la libertad...
—No disimule ante mí, querido Mirinda. ¿Sabe usted quién soy yo? Mi nombre es Alejandra...
—¿Usted es la abogada defensora de los pobres y
desamparados? ¿La que defiende a los encausados por razones políticas o subversivas?
—Solo sé que defiendo las causas justas, señor Mirinda...
—¿Y como me conoce?
—Hace muchos años que lo conocí. Y debo serle franca, Mirinda. Yo lo odiaba. Me parecía un personaje absurdo, ordinario, soez, poco digno de la pluma de Castillo...
Mirinda dio un respingo. La miró a la mujer, la abogada Alejandra y entrecerrando los ojos trató de imaginarla treinta años atrás. Debió haber sido una belleza en ese tiempo, pero no logró recordar su nombre. Así se lo dijo.
—En ese tiempo, yo me hacía llamar Miranda Paez. Era una chiquilina caprichosa que se creía la única dueña de la verdad y me encantaba que se enamoraran de mí. Creía que yo amaba y en realidad no quería a nadie. Caro lo pagué.
Mirinda la miró con simpatía. Ahora la recordaba bien.
Por su culpa habían ocurrido varias desgracias. En primer lugar la caída de Lucas Troya en la drogadicción. Fue algo irreversible. Se juntó la esquizofrenia de él y los efectos
de las diferentes drogas, lo que terminó en ese terrible drama que apareció en todos los diarios de la época. Y en cuanto a Castillo, su creador que se suicidó de un tiro en la boca por amor a ella. Mirinda todavía no comprendía como se puede morir de amor.
Ahora sabía que ella se había dedicada en alma y vida a la defensa de los oprimidos y a la lucha contra la opresión.
Sabía que Alejandra había sufrido destierro, algunas
temporadas de cárcel y que era observada
permanentemente para encontrar alguna prueba en su contra, sustentable en un juicio. La miró una vez más, observando su ropa raída, su carencia de glamour y lo único que parecía recordar los viejos buenos tiempos, era una pulserita que siempre usaba y que tenía grabado en su interior, aparte del clásico Made in Argentina, las iniciales EMCB a AIR.
—No puede seguir haciendo esto, Mirinda —le dijo— a la larga lo encontrarán y ¿qué habrá hecho? Sólo tratar que unas docenas de personas recuerden lo pasado.
—Es lo que está a mi alcance y siento que debo hacerlo. No sé si tú, Alejandra, lograrás entenderme. Siempre fuiste muy egoísta y poco te importaban los sentimientos de los demás.
—Eres muy injusto conmigo. Era joven y me creía el
centro del universo. Todos me adulaban y decían que me amaban.
—Castillo si te amó. Con todo su corazón. Pero cuando decidió matarse lo hizo a sabiendas de tu falsía o como se llame ese desamor que le demostraste. Pero mejor cambiemos de tema. ¿No te parece?
—¡Sí, será lo mejor! ¿Porqué no te fuiste a tu planeta cuando pudiste hacerlo? ¿Porqué te quedaste a vivir escondido, pasando penurias, hambre, frío, donde no tienes a nadie que te quiera?
—Fue mi elección. Cuando ví que la Tierra se
desmoronaba y caía en un retroceso espiritual y material de mil años, decidí quedarme para ayudar a los hombres de buena voluntad a reconstruir su civilización. Ahora que hemos platicado un poco, me voy. Puede ser peligroso para ti que nos vieran juntos...
—¡No te vayas, Mirinda! Te he buscado desde hace
meses, en todas las plazas de la ciudad, donde sabía que actuabas.
—¿Para qué me buscabas? ¡Yo sé que me odias!
—Ya no te odio, Mirinda. Primero porque eres una
creación de alguien a quien quise a mi manera y en
segundo lugar, porque te admiro.
—¿Me admiras? No me mientas, que yo no soy uno de ellos
—¡Basta de palabrería! Te vienes a mi casa a comer algo decente y luego me vas a acompañar a un lugar donde te sentirás feliz.
Mirinda comenzó a caminar lentamente y Alejandra se tomó de su brazo. Paso a paso Mirinda dejó de arrastrar los pies y ya en la segunda cuadra caminaba al mismo ritmo que Alejandra. La patrulla de la Policía Especial los miró con indiferencia al pasar frente a ellos. Eran solo una
pareja de viejos que iban de regreso a casa.
Después de comer lo que le ofreció Alejandra, Mirinda se sentó a recordar. Era lo único que sabía hacer bien.
Recordaba tanto los detalles de algún plano para construir alguna complicada maquinaria como los sutiles versos de Rubén Darío. Todo estaba allí en su privilegiado cerebro, mas poderoso que el más grande disco duro de la más grande computadora.
—Amigo Mirinda. Tiene que cuidarse. Tiene que cerrar su boca y solo abrirla ante mucha gente , para que valga la pena el sacrificio que ha hecho al permanecer con nosotros.
Mirinda se encogió de hombros. No le importaba lo que pudiera sucederle.
Le bastaba tratar de hablar con la gente y hacerle recordar las palabras que significaban tantas cosas que ya no existían o que estaban prohibidas para la gente común.
De pronto le pareció escuchar ruidos.
—¡Parece que hubiera alguien en la casa!—se asustó Mirinda
—¿Alguien?. Viejo. Viejo tonto, ¿se acuerda... de los
cines, donde pasaban películas?
—Sí, me acuerdo...
—Estamos en uno de ellos. Mire, escuche hoy, ahora, si quiere ser tonto, si quiere correr riesgos, hágalo ante un grupo, de un solo golpe...¿Porqué gastar el aliento en uno, con dos, incluso con tres personas si...
Abrió la puerta e hizo una seña a los que estaban afuera.
En silencio, uno por uno y en parejas entraron.
Era un viejo y abandonado salón de cine y pronto se haría de noche y esas gentes escucharían en las oscuridad, esas palabras, que ya habían perdido significado pero que Mirinda iría desgranando y tratando de despertar de su letargo a la memoria de esos hombres.
Palabras, solo palabras. Las palabras que nombran el
pochoclo,y las palabras para los caramelos y las bebidas cola y los automóviles y el teatro y los libros y la literatura. La poesía, la pintura y las artes y la vida cómoda con aspiradoras, tostadoras, cosechas, electricidad...de cualquier modo palabras, las palabras...
Y mientras la gente entraba y se acomodaba en el suelo, Mirinda los miraba y no llegaba a creer que los había convocado allí, sin saberlo.
Alejandra le dijo:
—¿No es mejor así que correr riesgos al descubierto?
Mirinda sonrió y se puso de pie...
El público se quedó muy quieto...
(En homenaje a Ray Bradbury, mi escritor favorito)
*
|