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Una vez me describiste el paisaje de tu infancia. “Vivíamos en una casa con jardín grande (higuera, rosales, salvia, flores de ornato, una gran enredadera) y una zona arbolada y más bien semivacía cerca de la raquítica corriente de algo que fue río“. Te imagino allí, con once años, con pantalones cortos y rodillas amoratadas y tus finos brazos tostados con la piel surcada por picadas de zancudos. El zumbido de los zancudos en las tardes de verano sería algo que echarías de menos al trasladarte a la ciudad. Y en tu imaginación esos bichitos ya se llamarían en realidad viruleanos, y tú te encontrarías volando en un cielo amarillo, viendo brotar de tu cuerpo pequeñas escamas ambarinas. Te imagino echado sobre la tierra, formando parte de ella, porque había algo en ti ancestral que te ligaba a lo primitivo del hombre, a sus ritos, ajeno a la conducta de traje y corbata, al miedo a enfermar de gripe, al disfraz de rebelde, al asentir y claudicar. Esa tierra que albergó en un tiempo a niños de tu edad que iban a la guerra, y no temían al dolor. Y esas niñas a las que soñabas besar ya eran madres, o Diosas, o reinas.
Esto hago contigo, imaginarte desnudo, durmiendo, de niño. Así me ahorro lo que sobra: yo pienso que, yo veo que, yo considero que, yo en tu lugar. Los pedazos de tiempo a esa edad se alargan con una flexibilidad de azúcar, tus dedos apresando la textura de un chicle, estirándola, tersándola, y por un momento qué importa la fecha en la que nacimos, el día en que algunos elegisteis morir, porque la eternidad en esas tardes de verano sabían a sandía-hierbabuena, al frescor de tu aliento suspendido para siempre en un cielo sin nubes, sin el artificio de las bonitas postales, de los decorados de las agencias de viaje, cúmulus púrpuras, cirros de nácar, Nube Morning Glory. A los niños les sale humito de las orejas y las hormigas trepan arbolitos navideños. La muerte a las once años no asusta. Supone mayor fin la hora de la cena, a las nueve a la cama, el timbre anunciando el final del recreo.
El crujir de unos pasos sobre las hojas secas te haría imaginar por un momento lo que sentirías al pasear con alguien. Bien podría llamarse Denise, Denise en shorts y ojos bicolores, y una morenita de sonrisa fantástica, yo entre las dos, sonriendo también, tarde luminosa, en un sitio donde todos los que pasean son extras de películas entrañables. O Aurora, tendría los dientes ligeramente separados y su cuerpo delicioso sabría a paleta de coco. ¿Qué le diría entonces el tipo que la acompaña? Fernando. Treinta y cinco años. No tengo muchas cosas que contarte, casi no he viajado, no sé hablar inglés y no hay cosa que me guste más que el estar solo. O quizá la muchacha misteriosa de los zapatos rojos, o Olivia, o Julia. O Edna. Y en mitad de ese crujir de pasos sobre las hojas, vuestra pequeña Greta y su torpe y dulce trotar de zapatitos.
Te imagino con la mirada perdida más allá de la higuera y los rosales, tus labios articulando vocablos encerrados en frasquitos de medicamentos que tu mamá guardaba en la estantería más alta del lavabo. DEJAR FUERA DEL ACANCE DE LOS NIÑOS. Fascinado ya con la sonoridad de las palabras. Acetilespiramicina, 500 mg. Muchos años después, en tu casa en el centro de Aguascalientes, ajena al zumbido de los zancudos, del perfume de las flores de ornato, del abrazo raquítico de lo que en su día fue río, cambiaría la sonoridad de tus dedos. La palabra siempre te perteneció, más allá del contrato de propiedad, más allá del amo que posee un puñado de tierras y un puñado de hombres, más allá del NO PASAR PROPIEDAD PRIVADA. Y te imagino en tu escritorio, transcribiendo fragmentos de un libro. “Si te dicen que caí” en lo alto de una pila, un montón de páginas aguardando tu promesa de acabar de leerlo algún día. Te gustaba escribir a mano, y te podías pasar la tarde trazando grafías con una pluma de punto extrafino, negra, y una tarjeta de media cuartilla de cartulina blanca, por el puro placer de hacerlo. Te imagino también presa de uno de tus arrebatos, arrugando papeles, borrando tus textos cantar, entonces, es golpear un escritorio y vivir, entonces, es un canto repetido.
Veo tus ojos de niño. ¿Usabas entonces gafas? Aunque tú las llamarías lentes. Circulitos de café de Mozambique, charcos de betún con pececitos dorados, cerrar los párpados y un coro de ranas, a las cinco de la tarde de un martes de diciembre, con los ojos vendados, en traje de astronauta rozando con las puntitas de tus dedos trozos de cielo que a brincos sorteaban las hojas de esa gran enredadera del jardín de tu casa.
Imagino tus juegos de equilibrio sobre un tronco derribado, el vuelo de tus avioncitos de papel, ese suspenderse en una pausa, luego de alcanzar un máximo de altura, girar 360º, hacia una recta imperdurable, una excursión en esa zona arbolada y más bien semivacía, el rastro de una camioneta transitando por una carretera cercana. La radio encendida. El rumor de la trompeta de Chate Baker trepando por el lóbulo de tu oreja izquierda. Música de un negro. Eso pensarías. Y no sería hasta pasados muchos años, cuando un amigo tuyo te dejó un disco de Chate, que descubrirías que el negro que te maravilló en un recodo cualquiera de la carretera a las afueras de tu casa se trataba en realidad de un chico de pelo claro y piel blanca. Siempre existen excepciones. Tú eras una de ellas. Quizá todo aquello formara parte de una premonición, porque tú me dijiste: así ha de ser la vida de un tipo, vivir con intensidad y marcharse justo a tiempo. Pero él murió a los cincuenta y nueve años, debiste esperar ese tiempo de más. O puede que exista aún esa tregua y me suicidaré seis veces antes de dormir.
Pero antes de eso, antes que se ablandara el cuerpo los huesos la carne, fuiste poco a poco lo que serías: divertido, terco, contradictorio, afable, locuaz, tímido a tu manera, sarcástico, vicioso, inteligente, un poquito idiota, impulsivo, reservado, exhibicionista en la palabrería, inteligente, lector empedernido, cordial, provocador, brillante, que te dejabas conquistar intuyendo que conquistabas, un padrazo, un amor.
Esto quiero hacer hoy contigo. Imaginarte de niño, once años, pantalones cortos, rodillas amoratadas, finos brazos tostados con la piel surcada por picadas de zancudos. Así te imagino yo. Así te imaginaste tú de anciano: podría acostumbrarme a vivir aquí, verme viejo, con nietos enredados en las piernas, y una pipa grande, humeante, para las noches de fresco en la terraza.







(al final te hice caso ¿lo ves? El único paréntesis de mi texto lo pusiste tú. Yo te dedico este último)

Texto agregado el 16-04-2012, y leído por 349 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
29-12-2013 Espléndido el estilo, las descripciones, cada línea es un látigo, definitivamente eres una AUTORA, definitivamente a un nivel superior al de la mayoría de pseudoautorcillos (me incluyo) pretenciosos que pululan por este sitio, tu prosa es arte puro y no sólo un elaborado juego de prestidigitación de las palabras, mi admiración... Saludos! dromedario81
14-05-2012 Un escalofrío, desde la primera letra a la última. Lo personal y directo, lo dulce del texto. Si es real o no qué importa. Se siente real, con eso basta. ciertascosas
05-05-2012 Muy valiente el texto. Te diría que no te expusieras tanto pero si el resultado de tanto sacrificio son unas líneas hermosas, supongo que merecerá la pena. Egon
03-05-2012 cuando te re descubro, luego de perderte, siempre siento que eres algo nuevo que conozco desde hace mucho tiempo... raro efecto el de tus letras... seroma
16-04-2012 Tu forma de escribir siempre me impacta. Me habría gustado conocer a éste Fernando que vos te imaginaste. Saludos. -Carmen-
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