-¿Dónde estoy? -Pregunté confundido.
-En el hospital. -Respondió una enfermera con mirada de compasión.
-¿Por qué estoy aquí?
-Problemas cerebrales. –Contestó, con la misma mirada compasiva de antes.
-¿Cuánto tiempo llevo aquí? – Demandé, desorientado.
-Más de un año. – Replicó la enfermera.
Hice memoria para saber si podía recordar la razón de estar internado en un hospital. No sabía en qué tipo de institución estaba. Imágenes borrosas venían y escapaban de mi mente, pero no podía rememorar nada con precisión. Sólo tres rostros aparecían con nitidez: la cara de una mujer y dos niños pequeños. No recordaba sus nombres. Lo demás eran imágenes confusas que trataba de armar, pero no podía.
-Más tarde, llegó el doctor que me atendía y dirigiéndose a mí, preguntó:
-¿Cómo se siente hoy, Sr. Bahasahat?
-¿Bahasahat? - Inquirí.
-Sí, ése es su apellido.
Recordé, poco a poco mi nombre, Abdul Bahasahat, pero desde que llegué a Buenos Aires, todos comenzaron a llamarme Abdul Bajate. Según ellos, era más fácil decir Bajate que Bahasahat. Me acostumbré a que me llamaran Sr. Bajate y respondía de la manera más natural como si ese fuese mi verdadero apellido. Después, todo volvió a diluirse en mi mente, una nube negra hacía sombras para que no recordase nada.
El Dr. me explicó que había sufrido una impresión traumática muy fuerte y padecía de amnesia parcial. Comentó, además, que podía tardar tiempo en recuperarme, pero quizás, podría volver a recobrar la memoria de forma completa. Unos días después me dieron de alta del hospital. Unas personas que dijeron ser mis vecinos, me fueron a buscar. Me condujeron a mi supuesto hogar y cuando llegué no podía reconocer casi nada de lo que veía en ese sitio. Sobre una cómoda reposaba una foto con los rostros de las personas que iban y venían a mi mente.
-¿Quiénes son? - Pregunté.
-Sus dos hijos y su esposa, Sr. Bajate. - Contestó un vecino
-¿Dónde están?
-Desaparecieron. Por eso, usted enfermó, añadió.
¿Desaparecieron? ¿Cómo? - Pregunté más desorientado aún.
-No se sabe señor. No se preocupe señor. Según su médico, es posible que usted recuerde todo poco a poco. Su abogado lo irá poniendo al tanto de su situación.
Por medio de mi abogado supe que tenía treinta y seis años y que llegué a Buenos Aires a los veinticuatro. No me eduqué en el país de origen de mis padres, Marruecos, sino en una provincia francesa llamada Toulouse. Añadió, además, que llegué solo a este país, buscando -como todo emigrante- nuevos horizontes y, como todo emigrante, lo primero que hice fue conseguirme un trabajo y una mujer. Me explicó que me había casado con una bella mujer, nacida en la Provincia de Santa Cruz en El Calafate. Agregó que los vecinos no sabían por qué mi mujer me había abandonado, pero que habíamos vivido juntos ocho años. Mencionó el nombre de los niños y el de mi mujer; pues yo, los había olvidado.
Fui recordando lentamente mi pasado, pero la parte de mi vida junto a la mujer con la que me casé, no podía visualizarla por mucho esfuerzo que hiciese. Regresé a trabajar en la empresa donde antes laboraba ya que me enteré que ocupaba un puesto de importancia. Todos me trataban con respeto y hasta con cierta lástima, diría yo. Mis compañeros de trabajo me decían que yo era un hombre admirable, trabajador y que la loca de mi mujer no merecía un hombre como yo. Cada quien me fue contando una historia diferente, escalofriantes, horribles, enloquecedoras, hasta que empecé a odiar a mi supuesta mujer con todo lo que mi capacidad de odiar me permitía.
Pasaron muchos años, ya tenía sesenta y siete años de edad y yo seguía sin recordar la causa por la cuales mi mujer me abandonó. Un día, caminando por unas de las calles de la ciudad de Buenos Aires, vi a un hombre en la vereda opuesta adonde yo caminaba. Salté de la sorpresa que me llevé. Era como si estuviese viéndome cuando tenía treinta años. Me sorprendió el joven porque era como si el tiempo retrocediese, y yo me estuviese mirando a un espejo. Desesperado, le grité al hombre desde donde me encontraba.
- ¿Tu nombre es Oscar Bahasahat?
El joven abrió los ojos como si hubiese sido agarrado infraganti. Contestó de inmediato.
-¡No señor! ¡No!
Fue todo cuanto respondió.
El hombre notó mi intención de atravesar la calle para llegar hasta donde él estaba. Comenzó a alejarse a paso agigantado, despavorido. Quise seguirlo, traté de atravesar la calle para aproximarme más a él y seguirle preguntando. Un colectivo que circulaba por la calle, me impidió pasar de inmediato. Por fin, pude llegar hasta la vereda de enfrente. El hombre caminaba de prisa, huyendo de mí. Mis ojos se agrandaban, tratando de dilatar las pupilas para mejorar la visión y observar bien al hombre que más que caminar, corría. Sentía mi cuerpo transpirando como si hubiese contenido el sudor por mucho tiempo, la boca reseca. Una opresión lacerante se anidaba en mi pecho. Sentía nauseas porque la angustia comenzaba a apoderarse de mí ya que veía que el joven se me hacía inalcanzable. Mi corazón se aceleraba, creí que me iba a dar un infarto; lo seguí, pero el hombre desaparecía despacio ante mis ojos. Al cruzar en una esquina, lo perdí de vista.
Cuando me repuse de la sorpresa, lloré. Estaba seguro de que él era uno de mis hijos perdidos. Me senté en una banca de un parque cercano y seguí llorando. Rememoré, de pronto, el rostro de la que fue mi mujer. ¡Lo recordé! ¡Lo había vuelto a visualizar después de tanto tiempo! Susurrando su nombre, dije.
-¡Yolanda! ¡Yolanda!
Lloraba mientras recordaba repentinamente todo lo que había pasado con mi mujer. Era como si viese una película. La chica se hizo mujer junto a mí. Vivía sola en la ciudad de Buenos Aires. Sus padres habitaban en el lugar donde ella nació y, según ella, había llegado a la capital buscando también nuevos horizontes; y yo me convertí en su nuevo horizonte. Como cualquier hombre de esa época y, peor aún, proviniendo de un país como Francia, estaba convencido de que ella era “mi mujer”. Yo trabajaba duro porque mi objetivo cuando tomé la decisión de emigrar, era hacer dinero; y así, vivir de forma diferente a como lo hacía en mi país. Llegaba tarde al hogar, casi todos los días y trabaja hasta los fines de semanas. Fui desatendiendo a mi mujer como esposo y seguía pensando que pasase lo que pasare, ella era “mi mujer”. Descuidé la figura paterna que se suponía mi responsabilidad ante los dos niños procreados con ella y me convertí en un desgraciado que lo único que quería era hacer dinero.
Un día pasó lo esperado y lo que por ley de la libertada intrínseca en el ser humano y, más aún de una mujer tan hermosa y especial como mi mujer, tenía que pasar. Se enredó con un hombre más joven que ella que la trataba con la delicadeza que necesitaba y merecía, y que yo no le proporcionaba. Los comentarios y el runruneo sobre su relación llegaron a mis oídos, hasta que le coloqué lo que llamé una trampa. La cacé y me cercioré de que me engañaba. No reconocí, quizás por mi juventud o por conveniencia, mi responsabilidad de su proceder. Enojado, la amenacé con separar a nuestros hijos de ella, enviándolos para Toulouse, donde vivían mis padres.
Las amenazas las canalicé y las concreté. Llegó el día planificado para arrancarle los hijos a esa mujer que empecé a calificar, sin compasión, de mala. Al llegar a la casa, ésta estaba con todas las pertenencia materiales que yo había comprado para mi familia, pero ni ella ni los niños estaban presentes. Pregunté a todo el vecindario. Nadie sabía nada de ellos. Todos hacían silencio. Busqué al supuesto novio de mi mujer.
Dentro de mí se desataba una tormenta. La ira se había convertido en el motor de mis movimientos. Finalmente, pude ubicar al supuesto novio de mi mujer. Clavé la mirada en sus ojos mientras sentía que todo mi cuerpo lanzaba destellos. Agarré al hombre con toda la fuerza que quedaba en mi humanidad y descargué toda la impotencia de hombre engañado. Casi lo mato a golpes, sino me lo quitan a tiempo. La desesperación fue aumentando, me sentía humillado y el machismo no daba para que entendiera el errado proceder con mi familia.
Decidido a encontrar a mi mujer e hijos, hasta debajo de la tierra, contraté a un detective. Éste consiguió algunas supuestas pistas: que si ella vivía con otro hombre, que si se había ido a sus tierras de origen, que si trabajaba para un estanciero, que si la protegía un potentado, que si… Al final, nunca conseguimos ubicarlos. Lo único que descubrí fue que nuestros vecinos la habían ayudado a escapar de un machista, hijo de puta extranjero que pretendía quitarle los hijos a una mujer que por derecho le pertenecían. Pasaron tres años, y seguía buscándolos, pero nada, nada se supo. Era como si se hubiesen evaporados en las calles silentes de un pueblo sin nombre.
La rabia se fue convirtiendo en miedo. Temor a aquella soledad que reinaba en mi ser. Terror a no volverlos a ver nunca más. Después de un tiempo, caí en un estado de melancolía, la cual se convirtió en depresión. Perdí la satisfacción de vivir, la capacidad de actuar e interactuar, la esperanza de recuperar el bienestar. La apatía se convirtió en fiel compañera y perdí, hasta la capacidad de concentración. Lo único que estaba presente en mi vida era el deseo de morir. Comencé a sufrir de insomnio, mi apetito disminuyó y el peso corporal también. Me convertí en un ser diferente e indiferente. Mis compañeros de trabajo me ayudaron a buscar ayuda psiquiátrica porque había perdido la razón.
Las lágrimas no cesaban de salir mientras recordaba la parte de mi vida que había olvidado. Era mi alma vaciada de tristeza inmensurable. Repetía su nombre sin parar de llorar.
-¡Yolanda! ¡Yolanda!
Luego, agregué.
-¿Yolanda qué?
No pude recordar su apellido; eso lo había olvidado.
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