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El asesinato de los hijos de Nemecia había colmado a Santa, pequeño pueblo indígena enclavado en el valle del mismo nombre. ¡Y cómo habían matado a los pobres niños! Los encontraron tirados en el fondo de río, que en esas épocas no acarrea mucha agua. Fueron ahorcados y les habían cortado las manos. Para todos quedó claro que era obra de Portales, mercenario dueño del latifundio vecino. Se lloró por tres días en Santa, y se planeó por tres más. La venganza estaba dictaminada, sólo hacía falta un buen planteamiento. Jesús lo dio. Era el más viejo del pueblo (sin contar a Diógenes que tenía ciento dos años y estaba sordo) y muchos respetaban su opinión. Agarrarían al hijo de Portales, lo llevarían al pueblo y lo ajusticiarían en el terral que fungía de plaza. Ya era suficiente de abusos y subyugación. Algo nuevo se pintó en la cara de los campesinos, era valor, era coraje, era dolor, era locura.
Era sabido que el hijo de Portales salía a cazar por las tardes en compañía de su tutor. Y esta tarde era especialmente azul, muy de invierno serrano. Mariano, seguido de sus hijos, sobrinos y los hijos de Diógenes con sus propios hijos, flanqueaba la colina que dividía el latifundio de los terrenos del pueblo por la izquierda. Los trece hombres que conformaban este grupo, sumaban dos cuchillos de cocina, una pala y un rastrillo fabricado artesanalmente. Por la derecha de la misma colina, habían partido antes Jesús, los chicos Mercado y los hijos de Juan Pedro, el jefe de cabildo, armados con dos rastrillos, piedras y sus puños sudorosos.
El chico Portales y su tutor estaban descansando en la alborada contigua a la cima de la colina. El tutor, de apellido Flores, estaba sentado en los amarillos pastizales y el chico yacía semidormido en una roca plana. Estaban muy iluminados por el sol. No hablaban entre ellos.
Se oyeron gritos estremecedores en la sierra y los campesinos se lanzaron al ataque, primero los comandados por Jesús, que ganaron rápidamente cercanía a las víctimas. Los hermanos Mercado se apresuraron a coger al tutor de los brazos, mientras los hijos de Juan Pedro empezaron a golpearlo. Jesús y los suyos se abalanzaron sobre el joven que, en medio del terror, llegó a cargar su arma y disparar letalmente contra el mayor de los hijos de Jesús que cayó pesadamente sin vida al suelo, sin producir ruido alguno.
Al ser cogido, el chico lloró y luchó desesperado por librarse, hasta que el certero zapato de Mariano en su barbilla lo hizo callar. Fue llevado entre sollozos al pueblo.
La expedición fue recibida con aplausos y vivas que terminaron ante la visión de Jesús trayendo en sus brazos a Mateo, su hijo mayor, muerto en la incursión. Las mujeres lloraron ay de dolor y los hombres guardaron respetuoso silencio. Y todos callados hasta que Jesús dijo y hagamos lo que tenemos que hacer. Entonces agarró de los cabellos al chico y lo golpeó hasta el cansancio, a pesar de los gritos desesperados del tutor. Cuando Jesús hubo terminado, el chico solo atinaba a retorcerse en el oscuro barro de la plaza, y a la orden de aquél, Santa cogió piedras y consumó la venganza tan anticipadamente concebida.
El núbil cuerpo fue lanzado en las faldas de la colina fronteriza con desprecio. Sucio, vencido y humillado. El tutor recibió otra golpiza por parte del pueblo y fue liberado en el lugar en que fue atrapado, con una advertencia encima, que con Santa, no se juega. No hubo noticias del latifundio en cuarenta días.
Pero a los cuarenta y un días del linchamiento, Portales se dejó sentir. Junto con la tarde, entraron al pueblo unos treinta hombres armados con fusiles, pistolas y hasta látigos. Los dos hijos que le quedaban a Nemecia, cuya casa era la primera del pueblo entrando por el norte, fueron acribillados en menos de diez segundos, y en el instante que prosiguió al atronador sonido de las armas, Santa se paralizó y se dio cuenta de cuan indefensos estaban sus pobladores. A Aureliano le dispararon en la pierna sana, lo azotaron y recién después le dieron el tiro de gracia por la espalda. Juan Pedro tuvo que presenciar la muerte de sus hijos y la injuria a su esposa antes de ser fulminado por un disparo en la garganta. A unos los encontraron vestidos y los mataron ahí mismo. Al cura lo agarraron casi desnudo corriendo con el dinero de la iglesia, lo dejaron llorar un rato antes de romperle las piernas y destrozarle la nuca. Jesús le aplastó las costillas a uno con su pala, pero sólo para ser alcanzado en la puerta de su casa por un disparo en la sien. Las mujeres que a esta altura quedaban fueron agrupadas, azotadas, humilladas y finalmente asesinadas en fila. Los niños trabajarían de por vida en el latifundio, serían casi esclavos.
En San José, pueblo vecino, me fue contada esta historia. Hoy he llegado a Santa y, como esperaba, no queda nada. Nada más que polvo, una plaza vacía, vidrios rotos y un cementerio profanado. Ni un rastro de los amores y odios que, en otra época, aquí fueron prodigados.

Texto agregado el 29-07-2004, y leído por 117 visitantes. (0 votos)


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