Todo comenzó en la época de los libros. Aquellos días del año en que Rafael y yo despertábamos antes que el sol y nos dirigíamos a la feria. La feria se quedaba en la ciudad quince días en que nos entregábamos al placer de inspeccionar libros antiquísimos e inverosímiles. Dedicábamos largos ratos a analizar las tapas, los lomos desgastados, la tipografía de la carátula y la falsa carátula, los volúmenes, los autores. Al ver nuestro exagerado interés, el anciano dueño de los libros se entusiasmaba y nos sugería números históricos y autores desconocidos pero imperdibles, eso sí, a precios sumamente módicos.
Almorzábamos en una chingana cercana y volvíamos al ritual. Una vez terminada la inspección del exterior, nos introducíamos en el libro, extasiados, iluminados. El papel. La numeración y las notas bajo las páginas de febril escritura. Yo sugería un libro, lo investigábamos de pies a cabeza, lo tanteábamos y lo dejábamos para que Rafael sugiriera otro y sucediera lo exactamente igual.
Casi nunca leíamos el contenido de un libro en la misma feria. Preferíamos escoger tres o cuatro por día y llevarlos a mi casa –que era más tranquila que la suya, por cosas de costumbres- donde podíamos analizar calmados la técnica y el estilo del autor de turno. Así, mi pequeña salita se convertía en un santuario, en un lugar que nos llenaba de religiosa profundidad y nos alejaba del ruido de la humanidad. Aquellas noches, Rafo no existía para Lourdes, la esposa; y yo no existía para el mundo. Nos sentábamos en lugares alejados, con una lámpara cada uno. Sin decir una sola palabra, pero tomando nota de las frases críticas e inolvidables que después compartiríamos. Hubo ocasiones en que rompí en llanto por alguna, o Rafael no pudo disimular la lágrima que escapaba de sus oscuros ojos al leer otra.
Una tarde de la época de los libros, justo después del almuerzo en la chingana, encontramos al anciano vendedor dormido, respirando pesadamente. La mano sangrando y un libro a unos cuantos metros de él. Reaccionamos preocupados, pero notamos que la herida no era tan grande y que un olor a alcohol era expedido por aquel bulto humano, nos tranquilizamos. Vi que mi amigo no quitaba los ojos del volumen que descansaba cerca de la mano herida. Me introduje de nuevo en el laberinto de estantes. Mientras yo buscaba un nuevo espécimen a ser investigado, Rafael recogió el libro que seguramente había estado ojeando el dueño antes de embriagarse. Era muy abultado, de unas mil páginas. La tapa vinotinto de alguna imitación de cuero. Constaba de cuarenta y seis capítulos. No parecía antiguo, no parecía importante. El título decía Los Laberintos, no me pareció llamativo, pero había algo en él que inquietaba a Rafael, decidió leerlo ahí mismo, rompiendo nuestro orden ritual.
¡Qué dolor en su rostro! Se abstrajo, no oía. Sus ojos por instantes se apartaban de las blancas hojas y me miraban sin hacerlo realmente. Sus manos sangraron, gritó en silencio. Sus ojos lloraban como nunca, pero no dejó de leer. Cayó dormido. Olía a licor. No pude despertarlo.
Después de cargar preocupado a Rafael hasta mi casa y acostarlo en el sofá, volví a la feria por Los Laberintos y me encontré con que la feria estaba abandonada, el dueño no estaba y todo olía a moho, a viejo, a soledad. Recogí el libro sin abrirlo y corrí de regreso a casa. Cuando llegué Rafael dormía pacíficamente, sin sobresaltos. Deposité el pesado –porque a esta altura me parecía pesadísimo- volumen en la mesa de lectura y lo abrí con temor. Decidí no leerlo por la parte de culpa que su contenido pudiera tener en el estado actual de Rafael, a quien ya veía traslúcido mientras dormía. Preferí ver los títulos de los capítulos, ya que por ningún lado se mencionaba al autor o algún dato sobre el origen del libro. El primero llamó instantáneamente mi atención: Luis Alberto Porturas. Era un nombre que yo jamás había escuchado. Avancé rápidamente al segundo, que comenzaba en la página ciento veinticuatro: Alejandra Villena. Mi corazón vibró de temor, recorrí todos los títulos y seguían apareciendo nombres que jamás había escuchado. Así hasta llegar al penúltimo capítulo, el cuarenta y cinco. Porfirio Jiménez. Ese si lo había escuchado o leído pero no podía recordar dónde o cuándo. Pasé al último. Este me hipnotizó. Rafael Martínez, Rafo. Me ardían las manos, pero no podía mirarlas. Movía los ojos y la cabeza, lo sabía, pero seguía viendo el libro y sus blancas páginas. De pronto, me pareció sentir que faltaba ver algo en aquél universo letrado, que ahora se pintaba de colores pastel frente a mis ojos. Quedaba un capítulo. Extraño, pensé, ¿no eran cuarenta y seis? Pasé las hojas. Leopoldo Suárez, era yo. Era yo en aquél libro, y un capítulo entero describiendo mis laberintos internos, mis sufrimientos y los complicados procesos de mis felicidades. Era yo descrito como nunca, mis temores, mis insulsos recuerdos de infancia. Mi amistad con Rafael. La muerte de Eloísa. Comencé a llorar. Mi cuerpo perdió su peso y ya no estaba ahí.
Los colores pastel con que se había pintado el libro instantes atrás, se habían asentado y me depositaron en un gran campo abierto, de suelos terrosos y nadie a la vista. El ambiente era rojizo. No sentí angustia al llegar. Dormí temporadas enteras para contrarrestar el aburrimiento pues no logré encontrar a nadie. Mi cuerpo –uno nuevo y más eficiente- no necesita comidas o bebidas, y mi mente no necesita consuelo o compañía. No anochece, no amanece, no hay agua, no hay cielo, animales, mujeres o plantas. Hace mucho tiempo junté la tierra rojiza con mi sangre nueva, secaron y se endurecieron, fusionándose. Con mi nuevo dedo índice empecé a escribir en la masa. Y aun hoy, escribo así estas líneas, hasta que alguien me saque de aquí, o hasta que (quién sabe cuándo) se me acabe la sangre.
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