Llegamos aquí a la médula de nuestra fe, a lo central: La resurrección del Señor. Si Jesús no hubiese resucitado, su vida y muerte habrían sido la de tantos personajes que quisieron cambiar las cosas y fracasaron. Pero el acontecimiento de su resurrección cambió la historia de la humanidad.
Empezando por el cambio radical experimentado por sus discípulos. Si miramos atentamente los Evangelios, nos daremos cuenta de lo que ellos eran. Personas en su mayoría sin mayores estudios o preparación: “Quedaron admirados al ver la seguridad con que hablaban Pedro y Juan, que eran hombres sin instrucción y desconocidos” (Hechos 4,13). Hombres rudos, duros de cabeza para entender lo que Jesús decía y hacía. Llenos de entusiasmo, pero, a la hora de la dificultad, emprendieron la huída, porque el mismo Jesús la provocó, al no presentar batalla cuando lo detuvieron, y al decir a los enviados a detenerlo, que los dejaran ir libres.
Sin embargo, de la noche a la mañana, esos hombres miedosos que se habían ocultado “por miedo a los judíos”, salieron a la luz pública a predicar al Señor, muerto y resucitado. Constituyendo esta verdad el centro de su predicación, de su anuncio. Desafiaron a la autoridad a la cual antes temían, al responderles cuando les prohibieron hablar o enseñar en el nombre de Jesús: “Vean ustedes mismos si esta bien delante de Dios que les obedezcamos antes que a él. No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hechos 4,19-20).
Pedro predica: “Israelitas, escuchen mis palabras:
Dios había dado autoridad a Jesús de Nazaret entre todos ustedes: hizo por medio de él milagros y prodigios y cosas maravillosas, como ustedes saben. Sin embargo, ustedes lo entregaron a los malvados dándole muerte, clavándolo en la cruz, y así llevaron a efecto el plan de Dios, que conoció todo esto de antemano. A él, Dios lo resucitó y lo libró de los dolores de la muerte, porque de ningún modo podía quedar bajo su dominio.” (Hechos 2,22-24).
Esta fue parte de la predicación de Pedro el día de Pentecostés. Y sellaron su afirmación con la dedicación de su vida a la predicación entusiasta de la Buena Noticia, y con su propia vida.
Con la fuerza de esa convicción se empezó a extender el Evangelio del Señor Resucitado.
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