Medesorde estaba cocinando. Arriba en el cuarto estaría, esperándola, él. Aunque hacía veinte años casi exactos que era así, ella no podía sino emocionarse con la perspectiva. Sirvió los cuatro platos. El de él, especialmente preparado, lo puso en la bandeja de siempre y en la copa de siempre sirvió vino rojo. Puso la mesa, llamó a los niños y subió.
Al llegar arriba, supo que algo estaba mal; al final del pasillo, la puerta estaba abierta. Un sudor frío le recorrió la espalda. Las mariposas de su estómago alzaron vuelo. Su corazón se aceleró, y su respiración se agitó. Sin embargo, procuró mantener la cabeza fría. Debía ser un error, sus pequeños no se atreverían a desobedecerla tan descaradamente. Se recompuso y avanzó hacia la puerta.
La habitación estaba en penumbra, como era usual, pero había movimientos agitados en la cama. ¡No podía ser cierto! Ella no podía creerlo, pero él no tenía mordaza, y en cambio tenía una mano libre, y con ella desesperadamente intentaba soltarse las demás extremidades. Dejó la bandeja en el tocador con un suave golpe, cuyo sonido lo hizo volverse. El terror relucía en su rostro. Ella, suavemente, tomó el cuchillo de encima de la bandeja y se acercó.
Con cuidado, Medesorde se sentó cual jinete sobre él, que estaba petrificado. con delicadeza, le tomó la mano y lo volvió a amarrar.
- Dime cómo pasó y no te hago sufrir -dijo-. Tú sabes cómo es conmigo.
- No -dijo él, por única respuesta.
- ¿Seguro?
Él guardó silencio. Ella sonrió, con una mezcla de placer y rabia, y tomó más firmemente el cuchillo. Él cerró los ojos, aunque eso no impidió que derramara un par de lágrimas. Cuando el metal estaba apunto de tocar su piel, un golpe sordo sonó detrás de Medesorde.
Ella se volvió rápidamente. La puerta del armario de sus vestidos estaba ligeramente abierta... Sólo lo suficiente para que un ojo se asomara por la rendija. Con tranquilidad, Medesorde se levantó de la cama y se acercó al armario, mientras él la miraba aterrorizado. Terminó de abrir enérgicamente la puerta, y se encontró con la cara empapada en llanto de su hijo menor.
Con una mirada y un ademán de la mano libre, lo hizo salir del armario. Los ojitos del niño estaban rojos y los de ella echaban chispas. El pequeño seguía llorando en silencio, y se le escurrían los mocos. Visto así, Medesorde pensó que se parecía mucho a su padre en sus mejores momentos, cuando ella gritaba de placer sobre aquel cuerpo desnudo y torturado y veía su reflejo en el espejo del tocador.
- Tú lo soltaste ¿cierto, cariño? -el niño asintió, entre lágrimas-. Ya, tranquilo, no llores. Hay muchas cosas que tú no entiendes. Todo se va a acabar pronto.
Hablaba melosamente, para tranquilizarlo, pero él vio en su cara la expresión demente que su padre conocía tan bien. Ella tomó a su pequeño en brazos y fue a sentarse en el borde de la cama, dejando al pasar el cuchillo sobre la bandeja.
- Mira a lo que has arrastrado a tu hijo, hasta hoy siempre bueno y gentil -dijo Medesorde, dándole a él la espalda-. Por tu culpa, es un transgresor, y ambos sabemos que no me gustan los transgresores.
Los ojos del niño la miraban con una mezcla de miedo y confusión. El padre lloraba desesperadamente, pero en silencio.
- No... le hagas... nada... a él...
- ¡Por favor! Qué cosas dices, si es sólo un niño! -gritó ella, tomando al niño por el cuello y levantándolo en el aire. Por algunos segundos lo único que se oyó fueron los estertores del pequeño y los "No, no..." ahogados en llanto del padre. Finalmente, las piernitas dejaron de agitarse, los ojitos de ver, y las manos de apretar.
Medesorde dejó caer el cadáver de su hijo y se volteó para verse en el espejo y poder peinarse. Al girar la cabeza, alcanzó a ver un destello metálico antes de que el cuchillo de su esposo se le clavara en el cuello. Su hija soltó el mango del cuchillo y dejó de empinarse mientras un gran chorro de sangre se derramaba entre las manos de Medesorde. Muda, sorprendida y moribunda, se agarraba la herida mientras la niña la miraba con odio. Se tambaleó hasta dar de espaldas contra el armario, y allí dentro quedó desparramada y pálida.
Lo último que vio Medesorde Medina fue lo que nunca quiso ver: su hija liberaba a su marido, y juntos salían por la puerta que ella siempre se fijó en cerrar. |