Ya habíamos acabado la faena de pesca, la bodega estaba llena y nos preparábamos para regresar a puerto. Aunque el mar era calmo, la noche si estaba extrañamente más oscura que de costumbre. Yo, me aseaba y me cambiaba en el camarote mientras mis compañeros terminaban de guardar los aparejos de pesca, y alistarlos para una nueva calada después de vaciar la bodega en alguna fábrica cercana.
El patrón ordeno proa a puerto, y dejo a cargo al segundo y se fue a su camarote, yo subí a la cabina donde Periche –el segundo- conversaba con su amigo Arias, ambos paisanos, departimos algún rato y nos fuimos a dormir, no sin antes instruirlo a Arias que siguiera el punto de luz que en el horizonte negro de la noche subía y bajaba en una vaivén rítmico, entendiéndose como las otras naves que al igual que nosotros sus faenas estaban completas y se dirigían también a casa. El atento Arias aunque inexperto siguió los consejos del amigo, agarro el timón y el destino de “Carmela” estaba en sus manos.
En el camarote, con los paisanos pescadores echados en las literas conversábamos, de lo primero que haríamos al llegar a casa, algunos disfrutar de una cervezas, otros de comerse un buen lomo saltado, de disfrutar de una buena chica y, lo más calmados visitar a la familia que habían dejado de ver por algún tiempo. El sonido de las olas chocando contra la nave, aunque era atemorizante también era adormecedor, y la sensación de hamaca miento nos acurrucaba y adormecía.
Al promediar las tres de la madrugada y después de unas ocho horas de travesía, salí disparado de la cama, sin despertar con el cuerpo dormido caí de bruces, encima de mi todo lo que estaba suelto. Todos salimos del cuarto como pudimos. La Carmela había encallado, y las olas chocaban fuertemente con estribor amenazándola con voltear la lancha en cualquier momento. El agua comenzó a subir rápidamente, quisimos hacer algo sacar algo, no nos dio tiempo, saltamos tan pronto como pudimos. Yo sabía nadar y lo hice tan rápido como pude, hacia la dirección por donde iban las olas, algunos no sabían, pero al cabo de un rato caímos en que estábamos en un bajo, así que cuando nos paramos el agua nos llegaba hasta el pecho, aunque estaba completamente oscuro no los arreglamos para salir todos ilesos, jalando lo que pudimos ver hasta la orilla.
Sentados en la orilla, el patrón estaba furioso, preguntaba que había pasado. No nos podíamos ver uno al otro, por la oscuridad y la neblina que a esa hora era común por la zona, solo se veía unas luces que se acercaban y se alejaban, como luciérnagas en una carretera por encima de nuestra cabeza. Por la experiencia de estos viejos lobos de mar, se dieron cuenta que se encontraban en las orillas de la playa de Pasamayo, esa carretera serpenteante que conecta Lima con el distrito de Chancay, gusto en el precipicio del bien llamado la curva del diablo, por donde casi siempre los ómnibus y camiones despistados caían como hipnotizado al vacio. El pobre Periche encargado de la travesía fue interrogado e increpado por su ineptitud y este a su vez a Arias, que según confesó nervioso, siguió las luces que estaban delante suyo, pero que en una distracción de cansancio, fue siguiendo las luces que creía él eran la lanchas alejándose, dándose cuenta solo al chocar con la playa, que las luces eran de los autos que desde la carretera en lo alto se alejaban y acercaban.
Ya, en lo profundo de la madrugada, los hombres se acostaron por el cansancio en la orilla, buscando en la arena seca, el cobijo del calor nocturno. Después de algunas horas de silencio, se escucho un grito de dolor, pero con un sonido gutural de terror. Todos nos despertamos confundidos. Desorientados, buscamos quien había gritado. Arias saltaba y aullaba, se agarraba la oreja y con dolor decía -¡el diablo me ha mordido la oreja¡- lo repitió tantas veces que estos hombre recios y curtidos por el mar, comenzaron a tener miedo de la oscuridad, mientras hacíamos un circulo, tratando de calmar a Arias, que por supuesto no ayudaba.
La neblina que nos envolvía sí que era extraña, más aún aquel ser que sentíamos estaba junto a nosotros rodeándonos. Sentíamos sus pezuñas, respiración maligna y ese olor penetrante a estiércol y yerba quemada. Se acercaba y alejaba a su antojo. Algunos de nosotros rezábamos, y maldecimos al espectro carnívoro que nos acechaba. Con su ronquido cavernoso que escuchábamos de vez en cuando, sentíamos que llamaba a algunos de nosotros, y nos mirábamos con miedo imaginando a quién arrancaba de la cadena que habíamos formado agarrándonos las manos.
El frio, la noche, la neblina, poco a poco fueron pasando, y, aquel maligno antropófago de pescadores, al parecer se fue detrás de otros desprevenidos, a hacerles maldades, porque ya no lo sentíamos. Ya aclarando, y el amanecer con ansias esperado se fue acercando, revisamos la mordida se Arias que se había secado con la misma sangre formando una capa marrón. Caminamos unos veinte metros cuando vimos a la fiera. Solo vi cuando el patrón le metió un lapo en la cabeza de Arias que lo hizo tambalear. La maligna, perversa, endemoniada bestia, no era más que un burro que pastando junto a los pescadores mordió al aprendiz de Arias, y nos cagamos de risa. |