Cuando Isabel se despertó después de la noche en que todo sucedió, sintió una inmensa felicidad, extraña, tal vez salvaje, pero el tipo de felicidad que sin dudas buscaba. Se sentó en su cama después de desperezar su cuerpo y de inmediato fue a blanquearlo con una refrescante ducha fría, (práctica que había adquirido después del primer engaño), enjabonó su cuerpo tarareando una vieja canción, de esas que no pasan de moda a pesar de los años, y consumió así, casi hora y media bajo el agua fría. Salió de la ducha faltando quince minutos para las tres de la tarde. Secó su cuerpo en detalle, y con otra toalla friccionó su pelo negro hasta encerrarlo por completo en un enorme rodete sobre su cabeza, luego regresó a la cama y tarareando la misma canción, empezó a pintar las uñas de los dedos de sus pies de un color rojo intenso, el mismo que usaría para las uñas de los dedos de sus manos. Una vez seca la pintura de sus veinte uñas, peinó su pelo hasta dejarlo como deseaba. Cubrió su cuerpo con un vestido negro apenas suelto, algo escotado y largo hasta la mitad de sus muslos. No usaba maquillaje alguno, ni se pintaba sus ojos mucho menos su boca, su rostro perfecto descubrían a la luz los rasgos naturales de su purísima belleza junto con los de su alborotada juventud. Colocándose unas sandalias a tono empezó a preparar su mochila tarareando siempre la misma canción. Dentro, colocó minuciosa sólo la ropa adecuada para la próxima ocasión, previamente lavada y perfumada el día anterior; detalle del que se ocupaba con extrema delicadez. Y colocando la mochila a sus espaldas, cerró con llave la habitación del hotel donde se hospedaba, hotel en el que ya hacía cinco días que estaba. Bajó por las escaleras hasta la planta baja y regresó las llaves de su habitación al conserje, mientras éste decía con un inmejorable tono de insinuación:
—¡Es una pena que se retire la única joya de este hotel!
A lo que ella contestó, segura:
—Un día voy a volver a visitarlo.
—Aquí voy a estar esperándola… —dijo el conserje en voz baja, abalanzándose sobre ella.
Isabel deslizó una complaciente sonrisa y una mirada que enloquecería a más de uno, y se retiró del hotel tarareando siempre la misma canción.
Isabel volvió a tener pensamientos negros, esta vez, con el conserje. No podía evitarlos, la última etapa de su vida le había costado demasiado dolor, y no podía dejar de pensar que hombres con los mismos pensamientos obscenos como el del conserje, se lo habían provocado.
Su exuberante naturaleza atraía la mirada de los hombres como las moscas a la miel, pero ella había aprendido a manejar con suficiente astucia aquellas situaciones. Era una mujer segura de sí misma, agradable, aunque con un marcado rechazo hacia los hombres desleales.
A consecuencia de sus actitudes provenían a menudo sus oscuros pensamientos.
Una vez fuera de allí se colocó sus gafas negras y observó la hora en su reloj pulsera; todavía faltaban dos horas para la salida de su autobús.
Después de un largo suspiro que dejaron de lado sus incisivos pensamientos para con el conserje, caminó con la mochila a sus espaldas por unos minutos en dirección a la terminal de ómnibus, pero se detuvo en un parque al observar un hombre con idénticas características a las de su prometido, o mejor dicho, su exprometido ya que otro affaire de éste había terminado con la relación unos meses atrás.
Continuó observando cautelosa los movimientos de aquel extraño, mientras seguía de cerca sus pasos. El hombre se sentó en un banco, sacó un teléfono celular de uno de los bolsillos de su saco y comenzó a hablar ligeramente desenvuelto. Isabel también se sentó en un banco cercano, quitó la mochila de su espalda y poniéndola entre sus piernas continúo observándolo con ojos sombríos debajo de sus gafas.
“Seguro que está llamando a alguna amante”, pensó. Para esa clase de pensamientos Isabel tenía un sexto sentido que rara vez le demostraba lo contrario.
Al cabo de unos minutos llegó una muchacha al encuentro de aquel hombre. Desde un principio sus movimientos los delataban. Se saludaron con un beso un tanto cómplice, y los dos empezaron a conversar y a reír en el mismo banco donde él la esperó. Los ojos de Isabel se irritaron de la furia. “Es su amante”, sentenció su pensamiento y apretó con saña uno de los bolsillos de su mochila, en el que se podía percibir un objeto dentro. La pareja se levantó del banco y empezaron a caminar despacio, en sentido contrario a la posición de Isabel. Ella imitó el movimiento, volvió a colocar la mochila a sus espaldas y comenzó a seguirlos, disimulada, hasta que su certeza la llevó al hotel donde ellos entrarían un tanto intranquilos. Pensó en esperar a que salieran para continuar con el acecho, pero abandonó aquellas intensiones dado que no contaba con el tiempo suficiente, debía tomar un autobús para el cual ya tenía el boleto comprado. Respiró profundo, algo torpe reacomodó su pelo, mientras masticaba el odio que filtraban sus pensamientos. Sacó de su mochila el celular y otra vez, volvía a leer incansable un mensaje que decía:
—Perdón, ven a verme,… sabes donde estoy. Gabriel.
Tranquilizó sus pensamientos inquietos, respiró profundo por segunda vez y continuó su camino hasta la estación de autobús con un paso plomizo aunque seguro, como si le pesara cada segundo de vida, cada sentencia repetida en la mente.
Tarareando siempre la misma canción, entró en la estación dirigiendo sus pasos hasta las boleterías. Su autobús salía en cuarenta y cinco minutos. Fue al bar de la estación, llegó a unas de las mesas vacías, pidió una coca cola en vaso con dos cubitos de hielo, se sentó y observó meticulosa cómo el resto de los comensales del bar veían atónitos el enorme televisor que tenían en frente; la noticia ya había recorrido toda la ciudad, y los corresponsales de las cadenas de radio y televisión esa misma mañana habían desmenuzado el informe para sus colegas de la capital y el resto del país. Nuevamente la víctima era otro joven a punto de casarse, Alejandro. El único hijo de un importante comerciante y prometido de Mariel, la segunda hija del intendente de la ciudad, ya estaba muerto.
“La matancera del anillo volvió a matar”, titulaban los noticieros de todo el país, por la escalofriante metodología de mandarle a la novia el dedo anular del comprometido con un añillo de plata grabado en su cara externa la palabra “infiel” y con la fecha de ejecución a uno de los costados. La cuidad entera entró en pánico por la espeluznante noticia. Todo había sucedido allí, en una ciudad de casi treinta mil habitantes, en los que todavía repercutían, crudas, las siete puñaladas alrededor del corazón y el dedo anular del joven consorte arrancado de raíz y enviado a la novia en una pequeña caja de regalo. Todos observaban conmocionados cómo el cuerpo agujereado del joven pretendiente era retirado de un hotel de poca monta ubicado a las afueras de la ciudad, en medio de cámaras de televisión, corresponsales de radio, fotógrafos, médicos, personal policial, particulares y un inmanejable número de curiosos agolpados en el lugar.
Una empleada del hotel había descubierto el cadáver a las nueve en punto de la mañana. A las cuatro de la tarde todavía no podía recuperarse del shock que le había causado ver el cadáver del joven pretendiente totalmente desnudo, tirado en una cama y regado su cuerpo de sangre.
La metodología del asesinato era el mismo que en los seis crímenes anteriores desparramados por todo el país. Desde el primer cadáver, con la primera y única puñalada ubicada en el corazón, hasta este, con las siete puñaladas en el mismo lugar. Cada cadáver tenía su número de puñalada: el primero, una; el segundo, dos; y así aumentaban a medida que aparecía un nuevo crimen, hasta las siete que sufrió la séptima víctima: Alejandro, el joven hijo del comerciante.
Su dedo anular extraído junto a su anillo de compromiso, anillo que nunca aparecía dado que la asesina lo cambiaba, quitaba el del joven muerto, y colocaba otro que llevaba grabada la palabra “infiel” y la fecha de su ejecución.
El mismo mensaje de los asesinatos anteriores aparecía en la escena del crimen, en el espejo de la habitación y escrito con lápiz labial rojo intenso, la frase: “Ya no será infiel” y ninguna otra clase de pista por seguir, igual que en los anteriores homicidios.
Los investigadores del caso llevaban cuatro años tratando de encontrar la supuesta asesina de siete personas, pero jamás hubo noticias.
Cuando Isabel observó en su reloj, faltaban tres minutos para la salida de su autobús. Abandonó el bar corriendo, veloz, y no paró hasta llegar a la plataforma de su transporte, una vez allí se acomodó en el último lugar de la fila de personas que ya estaban subiendo al autobús, subió en él, le entregó su boleto al chofer y se ubicó en uno de los asientos de la parte trasera, pegada a la ventanilla, acomodó su mochila entre sus piernas, reclinó su asiento, y se predispuso a dormir la hora y media que le demandaría su viaje; alcanzó a cerrar los ojos sólo un instante cuando escuchó que en el asiento contiguo hablaban del horrendo asesinato de Alejandro, el joven consorte, que la ciudad ya no sería lo mismo después del crimen del muchacho, igual que en los otros lugares, que por qué, un joven tan apuesto y con un enorme futuro a quien muchos admiraban en la ciudad, tenía que terminar sus días en manos de una psicópata tan brutal y cruel, que en qué mente cabe mandarle a la pretendiente el dedo de su prometido, que por qué la policía no tenía ni una sola pista después de cuatro años de investigación, que habían arruinado para siempre la vida de la joven hija del intendente, la prometida del difunto, la cual ya había intentado matarse dos veces después de que recibió el dedo de su prometido en su casa.
Isabel volvió a acomodarse en su asiento, sacó de adentro de su mochila un anillo de compromiso de plata, grabado en su cara interna la palabra “Gabriel” y la fecha de su compromiso, y dispuesta a perdonarlo, volvió a colocárselo en el dedo anular de su mano izquierda después de habérselo quitado unos meses atrás. Sacó de su mochila su teléfono celular en el que volvió a leer una vez más el mensaje de su prometido, y esta vez sí respondió al mensaje mientras extrajo de un bolsillo externo de su mochila una cámara de fotos donde pasaba una y otra vez el rostro sonriente de su exprometido, intentando así, acortar el reencuentro.
Isabel disfrutaba como nadie la aquietada cena del reencuentro, de frente a Gabriel, mirándolo a los ojos y tomando nuevamente sus manos pensaba en la decisión acertada de haberse tomado esos cinco días en aquel hotel pensando en la decisión más importante de su vida, si deambularía presa del amargo sabor del desengaño, o si perdonaría los affaire de su prometido, y continuaría viviendo su vida con la desdicha del autoengaño, aunque organizando, feliz, los preparativos de su boda. Y ya no dudo un segundo más.
La noche continuaba navegando por las aguas incólumes de la reconciliación, tal cual el antojo de sus deseos. Isabel, feliz, preguntó dónde quedaba el toillet, y después de besar a Gabriel en la frente, fue a respirar a escondidas su manifiesta felicidad, mientras Gabriel continuaba, con diplomacia, sonriéndole a aquella extraña mujer que lo seducía en silencio desde una penumbra del restaurante, aparentemente bella, se matizaban sus labios carnosos pintados de un color rojo intenso al tiempo que paciente, hacía girar un anillo de plata entre sus dedos blancos.
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