Estoy recluido desde hace tres días y dos noches, es decir desde el jueves al mediodía hasta ahora: 4 pm, del domingo. Estoy recluido porque me quieren matar, por eso no salgo ya de mi casa, y no pienso salir, al menos por ahora.
¿Qué pasó el jueves al mediodía?, se preguntaran ustedes. Bien, salí de la oficina, situada en la calle San Martín al setecientos para almorzar en un bar cercano. No era la primera vez que almorzaba ahí, es más, hace más de tres años que soy habitué del lugar.
Tal como decía, salí de la oficina, era la 1 pm pasadas cinco minutos, recuerdo que miré mi reloj de pulsera Rólex en ese momento. Recuerdo también que caían algunas gotas, el cielo estaba pintado de varios tonos de gris.
Caminé hasta el bar un poco apurado, como el resto de los peatones no quería mojarme, ni arruinar mi traje nuevo. Llegué al bar, empujé la puerta de vidrio, justamente en ese momento salían del lugar dos ancianas a quienes no dejé pasar primero, por eso me llamaron “mal educado”, pero no me importó demasiado, tengo una filosofía con respecto a la “educación”, pero ahora no es momento de exponerla.
Una vez dentro del bar, saludé con un movimiento de cabeza a los dos mozos y al dueño, quien estaba tecleando números detrás de la caja registradora. Elegí una mesa, me saqué el gabán y me senté tranquilamente.
No hizo falta que me trajeran la carta, pedí el menú del día: pollo con salsa de champiñones, y un porrón de cerveza sin alcohol. De postre: una natilla española. Pero no llegué a probar el postre, es más, ni siquiera terminé de degustar el plato principal, porque fue en ese momento cuando vi en una mesa cercana a un hombre que me observaba descaradamente.
Me miraba y no quitaba su vista de mí ni por un momento, al principio pensé que era alguien que me conocía pero no se animaba a dirigirse a mí. Yo miraba ya incómodo para ver si podía descifrar en ese rostro alguno familiar, me tuve que dar por vencido, no podía asociarlo con nadie.
En cuanto a que era conocido, como verán, no estaba tan equivocado. El individuo se levantó de su mesa, se acercó a la mía y me preguntó con mucha seriedad y un dejo de timidez:
-¿Puedo sentarme?
-Si, claro, tome asiento. –le contesté confuso y haciendo un ademán con la mano.
-Tengo un asunto pendiente con usted.
-Perdón, no comprendo. –le dije asombrado.
-Ya comprenderá cuando sepa quién soy.
Yo estaba cada vez entendía menos del asunto. “Un loco, seguramente” me dije.
-Míreme con atención y comprenderá.
Lo miré durante unos cinco segundos, pero nada, cada vez estaba más desorientado. Algo en su rostro me resultaba lejanamente conocido. De pronto el hombre dijo:
-Soy Manuel, Manuel Forti. ¿Eso le dice algo?
Entonces fue cuando caí en la cuenta, gotas gordas empezaron a caer de mi frente y tuve que aflojarme la corbata, vale decir que esta persona estaba vestida bastante pobre y olía peor. El hombre me dijo:
-Bueno, volví, tal como lo prometí y para cumplir mí promesa.
Les voy a explicar quién es Manuel, para que entiendan porque caían gotas gordas de mi frente y me sentía por asfixiarme. Manuel, a quién yo llamaba “Manuela”, fue compañero mío de la escuela desde el año 1967 a 1973, es decir durante seis años.
Debo confesar que a Manuel le compliqué la existencia durante todo ese tiempo, no me genera ninguna culpa decirlo llanamente. Seguramente la culpa de todo fue compartida, al menos así lo pensaba yo.
No había un solo día en que yo no le dijera, cuando entraba al aula o al patio del colegio “Manuela”. Creo que de todo lo que le hice, decirle “Manuela” todos los días fue lo más suave, lo menos degradante.
El hombre que tenía delante, me prometió allá por 1973 que se iba a vengar por todo lo que le había hecho, por el grave daño psicológico que le causé. Ahora lo tenía enfrente, listo para tomar revancha, para vengarse de mí.
Él me miraba con un violento gesto de profundo rencor acumulado por décadas.
-Volví para matarte. Llevó veinticinco años de terapia y todavía no puedo superar mis traumas causados por tu culpa.
Yo estaba petrificado, tenía un miedo atroz. Sabía que hablaba enserio, lo conocía y no dudaba de que ese era su propósito. El infeliz pasó a referirme algunos datos, que me resultaron impactantes:
-Sé que saliste del colegio y empezaste la carrera de abogacía en una universidad privada, que no llegaste a recibirte, que solo te faltan unas pocas materias. Sé que empezaste a trabajar con unos usureros e hiciste fortuna rápidamente. Sé que ahora tenés un estudio propio y te dedicas a estafar gente. Sé también que vivís en la calle A**, en el tercer piso, departamento dos. Sé que te casaste y arruinaste psíquicamente a tu esposa y después te separaste. Sé que ¡sos una BASURA, y te mereces morir!
Yo lo escuchaba sin poder creer la exactitud de cada una de sus palabras. Salté de mi asiento cuando oí la última y terrible frase. Salí corriendo, tomé el primer taxi que paró y me dirigí a mi casa.
Ahora, estoy en mi casa, y temo por mi vida. Sé que este individuo es capaz de darme un tiro por la espalda cuando menos lo espere.
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