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El ÁRBOL DE LA VIDA

“El Señor Dios dijo: ‘al hombre…
sólo le falta echar mano del árbol de la vida,
tomar, comer y vivir para siempre.’
Y el Señor Dios lo expulsó del Edén”.
(Génesis 3,22-23)


Volvía, una vez más, derrotado. Este viaje, con más peripecias y dificultades que los anteriores lo tenía totalmente desmoralizado. ¿No tendría razón la gente cuando hablaban de él y de su obsesión? Estaba por empezar a creerlo: esa obsesión era rayana a la locura. ¿Acaso estaba endemoniado? Con un estremecimiento descartó fuertemente esa posibilidad. ¿Locura? Lo encontraba más aceptable. Tenía perdida la cuenta de cuántos viajes había realizado. Pero este resultó el más fatal: mucha hambre, casi lo atrapa una banda de forajidos del desierto que, si no lo hubieran muerto, lo habrían vendido y convertido en un esclavo hasta el fin de sus días. Su piel venía quemada debido a su larga huída por lugares solitarios e inhóspitos. Además, los años ya pesaban. Y, sobre todo, la soledad. ¿Sería capaz de otra expedición, solitaria como todas?

Todo comenzó a muy temprana edad, en la sinagoga, al escuchar la historia de Adán y Eva. Cuando le dieron a conocer los orígenes de esa pareja. Le pareció que eran personajes muy interesantes y se encariñó con ellos. Durante la semana soñó conque ellos bien podrían haber sido sus padres, de los que nunca supo. Fue criado por personas que lo recogieron de la miseria, para darle lo suficiente para sobrevivir y luego, cuando niño aún y era capaz de hacer algo por la vida, lo convirtieron en una especie de esclavo maltratado, sin casi ninguna pizca de cariño.

¡Cómo hubiera sido feliz con Adán y Eva en el Paraíso! Tenía cierta idea de lo que era la felicidad: que le hicieran cariño, que le dirigieran palabras amables, no pasar fríos por las mañanas y atardeceres con sus noches; en fin, que pudiera estar junto con los demás de la casa en las horas de comidas, y alimentarse de lo que todos comían. ¡Ah!, y que pudiera jugar como todos los niños. Todo eso que le faltaba en la vida, lo soñó durante la semana. Sueños muy excitantes que le hicieron pasar una semana más aceptable.

Sin embargo, al sábado siguiente, la sinagoga le proporcionó una frustración, mayor aún debido a sus sueños. Su corazón de niño se hizo trizas cuando le contaron que, por portarse mal y desobedecer a Dios, Adán y Eva fueron echados del Paraíso, perdiendo la felicidad sin remedio. Que por causa de ellos, todo el mundo sufría y tenía que morir. Y que… no había vuelta que darle, pues todo terminaría con la muerte. Eran personas sin destino. Aunque algo escuchó sobre resurrección y un Mesías esperado, asunto que no captó mucho, pues quedó atónito y paralogizado por la tremenda desgracia que significaba para él: con la expulsión del Paraíso sus sueños quedaron tronchados: ¡Ya no podría ser feliz con ellos en el paraíso! ¡Ni en sueños! Era una historia sin retorno, porque Dios, además, puso un querubín con una espada de fuego en la mano, con la que atravesaría los corazones de todos aquellos que osaran querer entrar en ese lugar prohibido para la humanidad.

Esa semana anduvo mustio y rebelde, recibiendo más castigos de los acostumbrados. Fue el origen de su rebeldía que le impedía estar con los demás, aunque lo anhelaba; que lo retacaban para confiar en alguien, pues podrían ser como Adán y Eva, y echarle a él la culpa de lo que sucediera. ¡No confiaría en nadie! Al confiar en Adán y Eva, había quedado muy destrozado por dentro. Sus soñados padres fueron muy necios. Y él pagaba ahora las consecuencias. Por eso era un pobre desgraciado, mirado en menos por todos.

Al crecer, vio que muchos de los que le rodeaban formaban una nueva familia, pero él, era un don nadie. ¿Qué mujer se fijaría en él, un pobre criado? Y su rebeldía contra la sociedad crecía con él. Acostumbrado a ser prácticamente un burro de carga, aprendió mucho sobre muchos trabajos, porque era inteligente y creativo. Logró independizarse y, en otro pueblo, a orillas del gran lago, se hizo un pequeño espacio en la pobre sociedad. Lo suficiente para vivir, enamorarse y contraer matrimonio con otra pobre mujer también con pocas esperanzas. Algo hermoso para la vida de ambos despojos sociales. Mas, así como se dice que no hay mal que dure cien años, parece que en él se hizo efectivo otro: no hay bien que dure… Ella murió pronto, dejándolo desconsolado y con una hija de pocos meses cuyos abuelos maternos la recogieron bajo su alero. El tiempo que le permitía su trabajo lo pasaba con ella, desviviéndose por darle cariño y hacerla feliz.

Con la muerte de su esposa toda su rebeldía e insatisfacción salió a flor de piel y lo invadió como una enredadera venenosa. Contra Adán, contra Eva y contra todos. Él no quería continuar siendo un ser dominado por los acontecimientos, no estaba dispuesto a continuar siendo un fatalista que, habiendo perdido algo, se conformaba. La idea del Paraíso perdido volvía y volvía. ¡No! Quería encontrarlo y entrar en él. Ya había sufrido tanto que, pensaba, Dios tendría piedad y le permitiría encontrar la esquiva felicidad. La vida no podía ser tan injusta, tan permanentemente injusta. Cierto es que no participaba mucho en la sinagoga, pero Dios sabía que tenía que ganarse duramente el pan, como él mismo le dijo a Adán, “con el sudor de tu frente”. Y él había sudado más que la mayoría de la gente. Y no dejaba de hacer cada día las oraciones prescritas Tenía su pizca de derecho a pretender unas migajas de satisfacción. ¡No! No sólo unas migajas, sino algo más llenador. ¡Más aún! No sólo llenador, sino permanente, eterno.

Esto último, lo comprendió al recordar otra parte de la historia sagrada que había permanecido en las penumbras de la memoria. Era algo referente a otro árbol que había en el Paraíso. ¡Sí!, ahora recordaba: era el Árbol de la Vida. Aquél que no dejó Dios que Adán y Eva comieran, por-que lograrían la eternidad. Para asegurarse, se hizo refrescar la memoria con el jefe de la sinagoga, quien lo acogió gustoso pensando que en el “sabat” siguiente contaría con un pecador arrepentido.

Confirmados sus recuerdos sobre el Árbol de la Vida, tomó una firme resolución: buscaría el Paraíso, aunque tuviera que ir hasta el último rincón del mundo. Talvez no sería tanto, pues según los datos transmitidos de generación en generación, el jardín del Edén no habría estado muy lejos.
Le quedaba otro punto que dilucidar: el querubín con espada de fuego zigzagueante, que tenía la terminante orden divina de cerrar el paso hacia el Árbol de la Vida. Consultó también qué eran los querubines y resultó ser un nombre que sonaba muy dulce, pero que eran seres fortachones y temibles. Eso no lo arredró. Tendría que conversar con ellos sobre su derecho a ser feliz después de tantas malaventuras. Los convencería. Y si no los convenciera, se las ingeniaría para abrir por algún lado un forado y entrar, como lo había hecho tantas veces para sacar algo que no tenía y necesitaba para subsistir. Era su derecho. Estaba decidido.

Empleó siempre el mismo sistema. Trabajaba en lo que viniera hasta reunir cierta cantidad de dinero. Proveía lo necesario para su hija y salía en búsqueda del paraíso. Comenzó hacia el sureste, pues hacia el lado opuesto tenía el mar y todos esos territorios estaban habitados. Hacía cada viaje corrigiendo hacia el lado norte sus recorridos no exentos de peligros. Encontraba gente buena que lo acogía y ayudaba compasivamente y gente con la que tenía que emplear toda su astucia para zafarse de sus redes. Él, a su vez, cuando encontraba gente en apuros, no vacilaba en ayudar con desinterés. Tenía grabado en su corazón los dos mandamientos principales. A veces, era recompensado.

Volvía siempre con las manos y la bolsa vacía, andrajoso como el que más. Pero conseguía trabajos por ahí y por acá, reponiéndose de sus hambres, decepciones y sinsabores y volvía a juntar monedas para luego reemprender una nueva expedición solitaria. Le entró curiosidad por saber de qué lado había venido el padre Abraham. Talvez el Paraíso estuviera por esos lados. El jefe de la sinagoga lo volvió a instruir, sin grandes esperanzas de conversión. En una de esas…, pensó. Con sus nuevos conocimientos geográficos enderezó su rumbo más al norte.

Conoció mucho mundo y adquirió experiencias. Quedó maravillado de la tremendas y nuevas civilizaciones que conoció, con sus costumbres extrañas, construcciones y adelantos nunca vistos. Le dijeron que eran imperios venidos a menos, y que, en sus tiempos de esplendor, habían dominado también a los suyos. Sus numerosos templos, y no único como el de su fe, eran fastuosos. Le disgustó el que tuvieran muchos dioses. Estaba acostumbrado a uno solo, aunque consideraba que ese uno no se había portado muy generoso con él. Pero era su Dios, y los demás eran simples remedos. Allá consultó con judíos de la diáspora sobre el Paraíso. Algunos se rieron desvergonzadamente de él, pues ya no creían nada de los libros santos e incluso habían adoptado la religión de aquel país. Otros, conservaban la fe de sus antepasados y le informaron que la Torah hablaba de dos grandes ríos que rodeaban el Jardín de las Delicias. Que ellos vivían entre los dos únicos grandes ríos de toda la comarca, pero que allí no se encontraba el paraíso. Talvez se hallaría para los lados de la tierra que el Señor les otorgó en Palestina. Él los escuchó respetuosamente, aunque sin decirles que tal cosa era imposible, pues, de ser así, ya se habría encontrado el jardín de la felicidad.

En ese último viaje había llegado más lejos que nunca. Hubiera deseado proseguir más al norte, pero dos causas lo detuvieron: mientras más al norte iba, más gente de extrañas costumbres e idiomas encontraba. Gentes a veces muy duras y crueles. Y la principal: el dinero se acabó, y tenía lo justo para apenas regresar. Sin embargo, se dio maña para regresar en travesía, directamente por los territorios más desérticos, de norte a sur. Cuando calculó que se hallaba frente al Mar Muerte, dirigió hacia allá sus pasos. Fue entonces cuando casi cayó en manos de los hombres del desierto y tuvo que dar enormes rodeos, ocultándose a menudo, hasta llegar por el sur. Allí fue socorrido, algo trabajó y, con el último denario se puso rumbo al norte, hacia su terruño. Triste, abatido, desconsolado, defraudado, desastrado, y… ¿qué más podía decirse al contemplarse a sí mismo y su fracaso? Y con un miserable denario en el cinto, el cual le debía durar varios días hasta llegar al gran lago y reposar sus huesos en su rincón que nunca abandonó definitivamente.

Decidió detenerse en Jerusalén para reclamarle a Yahvé en el Templo por su injusto destino, celebrando de paso la Gran Fiesta de la Pascua. Al entrar en la ciudad lo atajó un tumulto. Para no ser arrastrado por la muchedumbre que salía, se hizo a un lado para dejar pasar el torrente humano. Algunos tenían caras de angustiados. Otros, simples curiosos que nunca faltan en casos que causan sensación. Detrás de ese grupo, venían los causantes de la movida: Un piquete de soldados romanos rodeando a tres hombres. Cada uno cargaba un gran madero. Comprendió inmediatamente de qué se trataba: eran unos condenados a muerte, y de las peores: la crucifixión. Era una procesión lenta, que para los condenados debía ser infinitamente larga. El primero, se veía muy asustado, con cara de espanto ante la muerte. El segundo, también con cara de espanto, pero más bien por su rebeldía, Profería a gritos injurias a los romanos, a las autoridades, a la sociedad y, especialmente, rociaba con sus insultos a los que lo hacían producto de espectáculo.

Los sufrimientos de la vida y las incomprensiones, el acerbo cultural adquirido en su roce con el mundo, al contrario de muchos, habían forja-do en nuestro hombre un corazón comprensivo y misericordioso. De inmediato se puso de parte de los condenados. Gran compasión con el asustado ante la inminencia de su muerte. En cierto modo, lo envidió: con la cruz terminarían sus sufrimientos, mientras que él, quizás cuánto tiempo debería luchar contra el destino que se había ensañado contra él. Tuvo comprensión con el rebelde, con o sin causa, que gastaba sus últimas fuerzas en demostrar su profundo desacuerdo con la sociedad en la que nunca encajó.

No tenían parte en su corazón los abusadores y torturadores. Menos en este caso, porque los hombres se veían profundamente heridos en sus espaldas por los azotes propinados. Peor si eran romanos, invasores prepotentes y expoliadores de su país. Hubiera deseado escupir en señal de reprobación, pero los soldados casi lo rozaban, así es que se mostró prudente.

Los soldados hicieron detenerse a los dos primeros condenados, porque, en ese momento, al pasar frente a él, el tercero de los sentenciados cayó rostro en tierra, aplastado por el travesaño, y allí quedó, casi sin fuerzas para levantarse, a pesar de los gritos de los soldados. No vio su rostro cubierto por sus cabellos. Pero si los malhechores primeros venían con sus espaldas sangrantes, este tenía sus lomos destrozados. Se habían sobrepasado con él. No quiso ver más. Era demasiado para su situación desmedrada y su propio agotamiento. Para no estallar en gritos de desesperación, y empeorar su situación, quiso avanzar por el borde de la multitud en contra de la marea humana, por la estrecha callejuela. Mas, eso llamó la atención de un soldado, que le dio orden de detenerse.

¡Ey, tú!, ¿para dónde crees que vas?
Voy llegando a la ciudad. No tengo nada que ver con esto.
¡Cómo te llamas!
Simón.
Bien, pues, Simón. Ahora tienes que ver con esto. Toma la cruz de ese desgraciado y acompáñanos hasta el Gólgota
Vengo cansado y desde muy lejos, y debo llegar también a mi pueblo.
¿De dónde eres?
De Cirene.
Bienvenido a Jerusalén, Simón de Cirine, se burló el soldado. Ya descansarás. Ahora, toma la cruz y camina con nosotros.
Es que…
La tomas o… ¿acaso quieres reemplazarlo a él en la cruz? Elige.

Ante tal contundente argumento, Simón se conformó. No era la primera vez que experimentaba el abuso de los que tenían el poder en sus manos y que siempre creían tener la razón. Arregló su propio bolso compañero de viajes, se ciñó la túnica y agarró el madero, mientras el condenado lentamente se incorporaba. La marcha entonces se reanudó, y él caminó delante del hombre.

Por lo menos, alguien que se compadezca de ti, murmuró, para que no mueras solo como un perro. La distancia era relativamente corta y el peso del leño no era excesivo, al menos para él, que aunque estaba cansado no había sido debilitado por los azotes. No tenía miedo, pero sí cansancio. Los seguía también otro grupo de personas. Al fin, llegaron. El hombre al cual ayudaba, se volvió hacia él y le puso las manos sobre sus hombres. No dijo nada. La respiración muy acelerada se lo impedía. Pero lo miró a los ojos con una expresión tremenda de agradecimiento. Su mirada profunda, pareció que le llegaba hasta el fondo de su ser. Esta muestra de gratitud le invadió de tal manera, que se sintió livianito, sin cansancio ni hambre. Le entraron ganas de darle un tremendo abrazo de solidaridad. Alcanzó a poner también sus manos sobre los hombros, cuando lo empujaron hacia un lado. Los soldados estaban apurados y querían terminar cuanto antes su molesta tarea.

Simón, terminada su servidumbre, quiso irse del lugar. Sin embargo, cambió el frustrado abrazo de solidaridad por un acompañamiento silencioso y se retiró hacia el borde del círculo que los curiosos formaron. No quiso mirar, aunque sintió todo lo que iba pasando: órdenes, golpes, martillazos, maldiciones y gritos de dolor. Cuando se hizo un relativo silencio, levantó la vista y los vio colgando de la cruz. Al ponerse los soldados en cuatro puntos más o menos separados de las cruces, se acercaron algunas personas. Los soldados les impidieron el paso, pero uno de ellos, parecía ser un hombre de prestancia y labia, los convenció de dejarlos pasar al pie de las cruces: a él, a una mujer, que escuchó que era la madre de un condenado y a otra mujer llorosa.

¿Cuánto tiempo permaneció allí? No se dio cuenta. Los curiosos iban y venían. Permanecía también a corta distancia un grupo de mujeres que lloraban. Como él, hacían guardia de compasión y solidaridad, apoyándose una a otras. De pronto, se fijó en un letrero que colgaba de la cruz en que estaba el hombre a quien había ayudado, y que parecía ser el centro de las miradas: en sus viajes había aprendido algo de idiomas, y el letrero decía en varios de ellos: “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”. ¡También era del norte y, como él, un galileo! Lo que le hizo sentirse más solidario aún. De allá eran los principales rebeldes del país, que aspiraban su liberación y esperaban un Mesías que tardaba en venir. No escuchó bien, pero el condenado principal conversó con los suyos y le pareció que pedía al hombre que cuidara a su madre, como si fuera él su hijo reemplazante. Se cercó un poco más para escuchar. Al ver que al menos el tal Jesús tenía quien lo acompañara, uno de los malhechores renovó y soltó su bilis, despotricando contra todos. El ladrón que viera asustado, había recobrado valor, y le reclamó al otro diciéndole que callara mejor, porque ellos estaban pagando por sus delitos, mientras que Jesús nada malo había hecho. Y dijo al del centro:
Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino.

La respuesta que escuchó le hizo temblar el corazón. Con moribunda voz, pero con un tono muy seguro y solemne, Jesús le contestó:
En verdad, te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso.

¡En el paraíso. ¡Había mencionado el Paraíso! ¡Y nada menos que se lo prometió a un delincuente cualquiera! ¡Y él, que lo había buscado por tantos años! Pero, volvió a la realidad: ¿Qué podía saber ese hombre del Paraíso? ¿Y qué sacaba ahora con saberlo, cuando estaba próximo a expirar? Los pensamientos se revolvieron en su cabeza como un remolino arrollador pero vivificante: ¡El Paraíso! ¡Nunca a nadie escuchó hablar con tal convicción sobre ese lugar escurridizo! Un grito desgarrador lo hizo volver a terreno. El hombre Jesús, luego de reclamarle a Dios que lo había abandonado, le gritó que, de todas maneras, ponía en sus manos su espíritu, y dando un fuerte grito había
expirado. Dejaste de sufrir, le dijo quedo, Simón, como consolándolo. Él mismo sintió el alivio.

Había oscurecido, a pesar de ser media tarde, calculó nuestro hombre. La gente se fue, porque el espectáculo, en su parte principal parecía haber terminado y no había más que ver. Simón decidió irse. Su solidaridad ya no tenía razón de ser. Se incorporó de donde esta sentado. Ahora sí que entraría en la ciudad y buscaría un rincón donde posar sus huesos para descansar. Unos pasos más allá, un hombre, a quien reconoció como fariseo importante, por su indumentaria, le salió al paso:

Hermano, tuviste compasión y ayudaste a Jesús a llevar la cruz. Gracias. Talvez esto te pueda servir de algo. Y puso en sus manos algunas monedas, procediendo a retirarse. Simón, que instintivamente las había recibido, no alcanzó a contestar. Abrió su mano y vio que el hombre había procedido con magnanimidad. Hay ricos así. Y preguntó a uno que estaba allí parado mirando: ¿Quién es ese fariseo? Es Nicodemus, miembro del Sanedrín, le respondió, y como había visto la escena, agregó: es muy generoso. Dicen que estaba de acuerdo con lo que predicaba Jesús, como muchos dirigentes, pero no les era dado manifestarlo claramente por estar en minoría.

Yahvé multiplique sus bienes, se limitó a contestar, y continuó su entrada a la ciudad, donde buscó alojamiento. Con lo recibido, podía permitirse el lujo de hacerlo. Quería cenar y descansar para celebrar el Gran Sábado, que ya se aproximaba, pues el sol declinaba. Buscó en los albergues más humildes, y no encontró lugar. Estaban colmados debido a la Fiesta. Se acercó más al centro y pudo lograr algo mejor por una noche, cancelando de inmediato.

No alcanzó a ir al Templo porque ocupó el tiempo en algo indispensable: aseo y alimentación. Le gustaba pasar inadvertido y observar a la gente, y no encontrando un rincón discreto en el comedor hubo de ponerse en el centro de la sala, rodeado de personas venidas de afuera, aunque casi todos conocidos en la ciudad, por su frecuentes viajes comerciales. Agradeció al cielo el haber ido a ese lugar, pues siendo relativamente importante, era lugar al que llegaban muchas noticias y chismes. El estar en ese espacio le permitió informarse mucho y estar al tanto de lo que sucedía en la ciudad.

El centro de las conversaciones era el ajusticiamiento del tal Jesús. De los otros dos casi no se hablaba. Algunos estaban de acuerdo con su muerte, otros la lamentaban. Para varios, el tema les era indiferente y sin valor: no se avenía con sus preocupaciones o negocios. Escuchó ávidamente sobre sus predicaciones, las multitudes que se apretujaban para oírlo, curaciones imposibles, con una nueva idea de Dios que alegraba a multitudes desesperanzadas de este mundo. Que se había rodeado de amigos inexpertos e ignorantes; y para peor, galileos. Y los consecuentes encontrones con las autoridades judías temerosas del influjo y del poder que Jesús, sin mostrar pretenderlo, les iba quitando. No respetaba debidamente los sábados, pero siempre dando razones que los fariseos no quisieron o no pudieron entender. Y lo peor de todo, era que se decía Hijo de Dios, pues le decía “Abbá”, “papá Dios”. Escuchó sobre el atractivo que había ejercido sobre la gente, especialmente entre los pobres y pecadores. Ahí prestó más atención, porque él era considerado “pecador”, por su poca presencia religiosa. Jesús le empezó, entonces, a agradar. En un grupo de personajes ricos filosofaban el tema, yendo al fondo de lo que pasaba, hasta que uno de ellos opinó: era un “iluso”. Lo repitió varias veces hasta que todos concluyeron el tema con la firme convicción de que realmente el Nazareno era “un gran iluso”: porque contra el poder y el dinero no se podía luchar. Siempre se perdía. Y pasaron a otro tema que les era más propio: sus negocios.

Escuchó con interés todo cuanto iba y venía sobre el tema. Que lo habían bajado de la cruz y enterrado en un huerto cercano, en la sepultura de un tal José de Arimatea que tenía para sí; que sus discípulos habían desaparecido y que las mujeres dieron la cara para los rituales de rigor. Aunque deseaba saciar su interés el sueño lo fue venciendo hasta que optó por irse a dormir. Toda la noche soñó con lo escuchado sobre el hombre Jesús. Sueños entrecortados, en los que él aparecía como uno de la multitud tomando partido a favor. Despertó tarde y quedó un tiempo dando vueltas a sus sueños y pensamientos. Se levantó para ir al Templo. Allí oró al Señor reprochándole con respeto el que lo hubiera olvidado al parecer desde niño. Reiteró, sin embargo, su confianza en él y puso su vida con sus avatares a su disposición. Era un hombre de fe sencilla y profunda que no tenía más en quien esperar sino en Yahvé. A modo de despedida le dijo que deseaba ahora continuar ordenando sus ideas, y salió alivianado del lugar de oración.

Almorzó y se retiró a un lugar apartado para pensar. No tenía ahora apuro alguno para continuar hacia Cirene. Algo estaba cambiando. Sopesando lo que había oído sobre aquel hombre, a favor o en contra, se encontró conque le simpatizaba. Que, al menos, antes de continuar su viaje, merecía que él, un pobre hombre norteño, le rindiera algún homenaje póstumo a Jesús, porque fue un hombre iluso, como él; luchador y amigo de los pobres, como él; de los postergados de siempre, de los despreciados, como él. Además, porque estaba, como él, relacionado en algo sobre el paraíso, ya que parecía tenerlo asegurado para sí y para el crucificado a su izquierda, como lo expresó con mucha firmeza antes de morir. Un hombre así merecía respeto. ¡Quisiera Yahvé suscitar muchos hombres así! ¡Otra sería la situación de los pobres!

Volvió sobre sus pasos y comenzó a indagar dónde lo habían sepultado. Después de mucho, logró una dirección cercana al lugar de la ejecución y partió hacia allá, cuando ya estaba oscureciendo. Como no conocía el lugar, dio varias vueltas hasta ubicarlo. Entró silenciosamente por cualquier lado, tropezando y cayendo, pues el lugar era rocoso. En un punto, vio a los soldados que custodiaban el sepulcro, tal como le habían dicho. Algo de ruido debió haber metido, porque los soldados se alertaron; más, al no sentir nada de nuevo, se descuidaron y sentaron. Talvez se durmieron. Simón no quiso arriesgarse. Decidió pasar la noche acurrucado por ahí, algo más retirado. De día no le harían nada si se acercaba a esa pequeña explanada. Tardó en dormirse. ¡Si lo hubiese conocido antes! Ahora estaría mejor informado talvez sobre el Jardín del Edén.

Ruidos tempraneros lo despertaron, junto con el frío de la intemperie. Miró al lugar donde habían estado los romanos. No los vio. Un poco más allá alguien de espaldas a él conversaba con una mujer que le abrazaba los pies. El hombre la hizo incorporarse y luego ella salió corriendo. Se veía contenta. Simón reconoció en ella a una de las mujeres que estuvo al pie de la cruz. ¿Qué hacía a esas horas con penumbras aún en ese lugar solitario? Quedó quieto, pensando qué hacer, cuando lo llamaron por su nombre: ¡Simón!

A unos diez pasos suyos se encontraba el que lo llamaba, y quedó con la boca abierta: era el crucificado Jesús. Pero, ¡qué distinto a como lo había visto el día anterior! Era un hombre no abatido, sino sereno, que irradiaba paz y una luz indefinible. Lucía una túnica blanca. Le miró las manos y en sus muñecas divisó las cicatrices de los clavos, pero como si hubieran sido de tiempos lejanos.

No hallaba qué decir, paralogizado antes su presencia. Al fin, atinó a balbucear: ¿Quién eres? ¿Eres un fantasma?
Pero el que estaba delante de él le dijo: no temas Simón de Cirene. Tu búsqueda ha terminado.
Aturdido, preguntó: ¿qué búsqueda?
La del Paraíso. La del Árbol de la Vida.
¿Cómo lo sabes tú?
Porque yo siempre estuve contigo y te acompañé. Contemplé tus esfuerzos por ser feliz, por lograr una vida eterna. Te vi amar a los necesitados, cumplir tu deber de padre, hacer mucho bien en tu caminar por esta tierra, y todo eso ha quedado escrito en el Libro de la Vida. Has logrado tu propósito. Yo te llevaré hoy al Paraíso.

Yo te vi morir.
Viste bien. Mi Padre avaló todo lo que yo hice y dije, y me dio una nueva vida. Vida eterna. He resucitado y ahora yo doy resurrección y vida. Voy a la gloria celestial, al Paraíso. ¿Me acompañas?
Deslumbrado, Simón se postró rostro en tierra y dijo: Yo soy un pecador. Y creo que estoy soñando. Despertaré y volveré de nuevo a la vida miserable.
No estás soñando Lo que haya habido ya está perdonado, porque sólo has sido débil, no malo. Ven conmigo.
¿Me llevarás al Árbol de la Vida?
Yo soy la resurrección y la Vida. Yo soy el Árbol de la Vida. Y por lo que sufriste, hiciste y deseaste, tendrás parte conmigo. Yo te doy salvación y vida eterna, sólo falta presentarte a mi Padre y poseerás la eterna felicidad. Conocerás a tus padres a quienes la muerte impidió estar contigo dándote amor. Más tarde, te reunirás con tu hija que amas tanto, que está bien cuidada y te ama, porque fuiste buena con ella. Yo doy la vida a toda la humanidad. ¿Crees en mis palabras?

Simón había escuchado que Yahvé se había aparecido a muchos justos en la antigüedad. Él no era “justo”, pensaba, pero, esa visión suya no era un sueño. Él sabía distinguirlo bien. Ya no tenía frío, se sentía liviano, sin el peso de una vida infeliz. Las palabras escuchadas le habían provocado mucha, pero mucha paz, con una alegría interior que jamás nunca había alcanzado. Y creyó. Sintió en su mente y en su corazón que estaba ante Dios hecho hombre. Se postró nuevamente, murmurando medio ahogado por la conmoción que experimentaba: creo, Señor. Y lloró lágrimas de alegría que terminaron de borrar todas las penurias de su vida.

Se encontró junto a él caminando unos pasos, donde otro hombre se les unió: era el otro condenado, que lo saludó alborozado. Jesús, como si hubieran sido siempre grandes amigos, les echó los brazos sobre sus hombros, uno a cada lado, y caminaron un tanto. Simón miró hacia atrás, y vio su cuerpo yerto junto a las rocas donde había pernoctado. Las autoridades judías, cuando lo descubrieran aprovecharían para sacarlo, y luego hacerlo desaparecer. Así darían base para decir que habían venido los discípulos del ajusticiado y habían robado su cuerpo. No tuvo tiempo
de sentir tristeza, porque de pronto sintió un estruendo glorioso, provocado por una multitud de gente feliz que los rodeó.
¿Quién son ellos, Señor?
Son los antepasados de nuestro pueblo y los de toda la humanidad. He bajado a darles salvación y vida eterna y entrarán con nosotros al Paraíso.

La multitud les abrió paso. Una alegría desbordante los unía y envolvía a todos. No les importaba que unos que recién habían abandonado la tierra estuvieran más cerca de Jesús, pues cada uno a su vez lo sentía a su lado y dentro de sí. Era un mundo nuevo sin problemas, donde sólo se respiraba amor.

Frente a ellos estaba la puerta del Paraíso. Querubines alborozados, abrieron las amplias puertas y se postraron a ambos lados ante Jesús, el Señor, adorándolo con alegría por la salvación humana. Puertas y rejas desaparecieron y todos se vieron con Jesús en el jardín. Porque lo que habían visto era sólo un símbolo de la realidad eterna.

¡Todo ese nuevo mundo era un hermoso jardín, infinito y eterno!

Y pudieron contemplar la gloria de Dios, con todo su esplendor.



Texto agregado el 04-04-2012, y leído por 1327 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
05-04-2012 Bellísima historia de una realidad que todavía en esta época muchas personas se niegan a creer en Jesús y su doctrina de la salvación. Gracias por deleitarnos con esta hermosa historia. Saludos y mis estrellas. elcompadre
04-04-2012 Una hermosa historia por desgracias la ignoracia humana es demasiado grande. Si alguna vez volviera a este mundo volverian a matarlo y a humillarlo, de eso no me cabe la menor duda. Un saludo. corazonverde
 
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