Soy un hombre solitario. Escribo por el prurito placer de ver mi letra bien formada en el papel, pero hoy hay otra razón, acontecimientos extraordinarios ocurridos el día de ayer. Siendo muy temprano me senté en el patio y leí con avidez. El sol cambió de tibio a caliente, lo que me produjo un placer sin igual. Colmado de Pedro Páramo, me dirigí a la iglesia. El predicador hablaba con insistencia sobre la necesidad de prepararse para el más allá; aturdido de su perorata, fui a la cabaña de Juan. Los amigos de siempre me recibieron con entusiasmo, la bebida y las charlas desinhibidas, me hicieron sentir más humano. De camino a casa, me encontré con Matilde. Para mi asombre, no rechazó mi plática como en otras ocasiones. A medida que pasaba el tiempo, la conversación se hizo más cercana y calurosa. Por primera vez, después de diez años de amor confesado y negado, me beso. Después vino otro y otro. Es inútil describir ese momento. Tres horas que justificaron mi existencia. Mi esposa señaló con displicencia una cena tibia en la mesa. Me recosté en el sofá, desde allí veía el patio y escribía estas remembranzas, sólo que hoy amanecí sin signos vitales y a nadie le interesa leer las memorias póstumas de un hombre solitario.