“En el pasado muchas veces y de muchas formas habló Dios a nuestros padres por medio de los profetas. En esta etapa final nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien nombró heredero de todo, y por quien creó el universo. Él es el reflejo de su gloria, imagen misma de lo que Dios es, y mantiene el universo con su palabra poderosa. Él es el que purificó al mundo de sus pecados, y tomó asiento a la derecha del trono de Dios”. (Hebreos 1,1-3).
Hacia los 27 años, el Espíritu Santo que siempre lo guió, lo impulsó a recorrer los pueblos y ciudades de Israel, predicando la Buena Nueva de que Dio nos ama. “Pasó su vida haciendo el bien y sanando a los poseídos del diablo”, lo resumirá Pedro en una de sus predicaciones (Hechos 10,38).
Hay algo muy curioso en la vida de Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre. Se calcula que vivió unos 30 años. Durante 27 de esos años privilegió la vida familiar, viviendo en Nazaret. Con eso, nos señaló que ese es el modo de vida santificador para el común de los hombres.
Es a través de la vida de cada día, como las personas vamos creciendo como tales, al ir asumiendo debidamente las responsabilidades por las que optamos: la vida familiar con todas sus preocupaciones, penas y alegrías; la vida de trabajo, dentro o fuera del hogar; amistades, descansos, compromisos con la sociedad en cualquier ámbito. Y, para los creyentes, nuestro compromiso con Dios y nuestra comunidad religiosa.
Todo, realizado con amor a los que nos rodean.
A través de la vida común y corriente, el Señor nos va dando la gracia necesaria para vivirlo como corresponde; nos va dando su amor y vida eterna.
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