II
Salió de su departamento en los tiempos de la canícula, un muchacho de apreciable porte y de rizos perfectos que se balanceaban con timidez de un lado a otro sobre su cabeza ovalada. Mientras caminaba a paso firme y bien marcado por el áspero pavimento de la banqueta grisácea, trataba de demostrar su manera de ser tan peculiar y tan suya que nada ni nadie podría asemejársele. Sus ojos oscuros como el café relucían impecables y destellantes al recibir los atenuantes y tenaces rayos del sol del medio día; y su tez mestiza reflejaba más de quinientos años de historia única e irrepetible. Historia de entremezcla y diversidad singular. En sus orejas puntiagudas se apreciaban vistosos, unos esplendidos audífonos de color negro y reluciente. Maravillas del mundo actual. Capaces de hacerle percibir con detalle los sonidos musicales; aquellas magnificas vibraciones sonoras que poseían el encaje perfecto entre melodía y ritmo. Sonidos y silencios incorporados en un todo que tenían como consecuencia una armonía insuperable que reestructuraba las moléculas del cuerpo del muchacho. Y a su vez, excitaban y estimulaban sus oídos causándole un estrepitoso deseo por no dejar de escuchar ni un instante la increíble música que viajaba por sus sentidos. Un filarmónico exaltado y sin igual le decían algunos. Sin embargo aquellos que lo conocían tan bien sabían que en sus bolsillos no podía faltar nunca el pequeño reproductor de música digital, el maltratado pero necesario celular, las llaves del automóvil comprado con el dinero de sus padres y la funesta cajetilla de cigarrillos que solía comprar desde sus días de adolescencia.
Caminó algunos metros sintiendo el insoportable calor de junio y al pasar, no se atrevió a voltear la mirada ni para saludar a quien fuera que lo reconociera y tratara de hacerle un gesto de amabilidad o de simpatía. Volteó su impávida mirada hacia una triste esquina y vislumbró en la cercanía una pequeña miscelánea. Se dirigió sin más preámbulos hacia ella para comprar una refrescante soda que pudiera rehidratarlo y hacerlo sentir más vivo, más despierto que de costumbre.
Llegó a la pequeña tienda la cual pertenecía a uno de los viejos amigos de su padre, y el veterano señor de frondosas canas y arrugas prematuras lo saludó de manera amigable pero con un acento de autoridad que el muchacho tomaba de buena gana:
–Qué onda Jaimito ¿Cómo estás?
–Bien Don Rodolfo –contestaba el joven con respetuosa voz–. Vengo por algo refrescante para tomar. Por cierto le manda saludos mi padre.
–Salúdamelo también cuando lo veas. Ese canijo me debe una partida de domino –refunfuñaba el viejo don Rodolfo mientras recibía el dinero de manos del joven que sonreía al hablar con él–. Además, me debe una explicación del porqué se fue. ¿Cuánto tiene que no vive con ustedes?
–Tres semanas –dijo Jaime–. Ni yo, ni mi madre sabemos porque se marchó. Me habla por teléfono de vez en cuando pero ya tiene rato que no lo hace. Mi madre está muy preocupada, y ya no sabe qué hacer. En fin don Rodolfo tengo que irme, cuídese. Luego nos vemos.
–Órale Jaimito adiós –dijo el viejo al observar como el muchacho se alejaba lentamente de su tienda.
Se despidió de buena manera. Mantuvo la mano alzada y la movió suavemente de un lado a otro, y con una sonrisa en su rostro se despidió. Sin balbucear se dirigió hacia una esquina para esperar el arribo casi siempre tardío de su inseparable grupo de amigos.
Al avanzar, por su mente sobrevolaban las incógnitas de la desaparición repentina de su padre. De las llamadas misteriosas que éste le hacía de vez en cuando. Solía marcar por casualidad en los momentos en los que su madre no se encontraba en casa, como si supiera de alguna forma paranormal todo lo que acontecía en su hogar.
Ambos tenían conversaciones cortas pero certeras en las que con frases concretas preguntaban cosas variadas que tanto padre como hijo contestaban de forma fugaz. La última vez en la entablaron pláticas su padre actuó de manera extraña y confusa. Lo que más cautivo a Jaime de aquella conversación fueron las palabras finales con las que su padre se despidió.
Al pasar tres días desde el incidente Jaime seguía igual: sin la capacidad de descifrar lo que su progenitor le quiso decir. Mientras sorbía breves tragos de la gaseosa de cola, las palabras viajaban revueltas en su mente sin hallar conexión, sin encontrar fundamento racional. Murmuró la frase en repetidas ocasiones. Los vocablos corrían en su pensamiento: «No camines sobre la negritud de las nubes porque te comen los tiburones», fue lo último que su ascendiente le hizo saber.
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