Siempre que visito la casa de mis padres es inevitable acordarse de los años vividos. De la travesuras, de las peleas entre hermanos, las
fiestas, las reuniones o las conversaciones alrededor de la mesa; conversaciones simples, apasionadas, universales, de políticas, de aventureras, en fin. Sin embargo lo que más me acuerdo son los personajes que nos visitaban, cada uno tenía algo especial, algunas eran rutinarias, otras esporádicas y otras muy especiales.
Nuestro timbre hacia un sonido horrible, timbraba fuerte casi martillando las paredes, no imitaba a las campanas, ni a las aves, era un simple repiqueteo metálico de ineludible llamado. Los visitantes casi siempre se asustaban, por lo que su segundo llamado lo hacían con el tradicional toque de puerta (toc-toc).
A mi madre siempre la visitaba una señora, que cada vez que llegaba a la casa se sentaba y pedía un vaso con agua. Yo me imaginaba que venía caminando del desierto y, para no llegar muerta de sed a su casa, se proveía del líquido elemento como un beduino en cada visita que hacía. No fue por su deshidratación cotidiana lo que me llamaba la atención, sino que no podía dejar de mirarla. La señora era delgada de pelo lizo claro, de unos hermosos ojos verdes, labios delgados, sonrisa rápida, largas piernas, manos inexpresivas y su lengua gatillo de metralla, “las palabras más veloces del oeste”. Pero, lo que yo más miraba era su enorme nariz. Era grande, doblada como un acantilado, y cubría casi toda su cara, sin embargo lo más asombroso era que-según contó-jugando con unos granos de fríjol, se le metió uno a su protuberancia, al tocarse no sintió nada e imagino que ya lo había arrojado al taparse una fosa y forzar con el aire a que salga. Tiempo después la señora sintió una molestia en su nariz, y la obligación de hacerse ver por un doctor, fue impostergable. En el hospital la rutina fue rota cuando el otorrino (médico especialista) llamó a la enfermera, y esta a varios estudiantes que realizaban sus prácticas medicas con su profesor. Con una pinza larga fue extrayendo un extraño objeto situado en el seno etmoidal. Aunque el doctor quiso disimular su asombro, sus alumnos no lo hicieron y se escucho un tímido ¡ohh!, cuando todos miraron el objeto vieron un fríjol canario con raíces, brotando y en buen estado, lo pusieron en un algodón con gasa, lo posaron en la mesa y lo miraron como a un recién nacido. A la señora no le interesaba la explicación que el galeno hacia a los practicantes, ni su desabrochada blusa que dejaba ver parte de su seno, si no la vergüenza de haber parido por la nariz.
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