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Si pudiese elegir nuevamente el final, la mataría otra vez. Y de nuevo, me entregaría a la soledad, a la oscuridad. Llorando una vida después.

Mi familia era normal, digamos que como cualquier otra. No tengo nada extraño que contar al respecto; por el contrario, tengo demasiados recuerdos felices de mi infancia. La mayoría junto a mi hermano menor y mis padres, en la vieja estancia familiar de Los Robles, en el campo; el lugar que eligieron mis padres para descansar después de agotar sus fuerzas trabajando en la ciudad.

La estancia era de mis abuelos maternos, en la que vivía sólo mi abuela. Mi abuelo había fallecido hacía tiempo ya. Ese, era mi lugar en el mundo.

Desde niño pasaba los veranos enteros con mi abuela, la que me esperaba ansiosa cada año para malcriarme como sólo las abuelas saben. Era su príncipe, decía. Pero yo, en ese lugar, era el rey.

Nunca me gustó la ciudad donde mis padres me tenían cautivo con el pretexto de mi educación. A mí, me gustaba el campo, los caballos, el aire puro, el manso silencio en las mañanas, los atardeceres despejados, quietos. Me atrapaba el ruido de la lluvia chapoteando sobre el tejado de la galería donde me quedaba observándola inmóvil hasta que menguara. Después del aguacero, la quietud en la soledad del horizonte no tenía comparación a nada. Desesperaba por el olor al pasto húmedo, por la libertad del canto de los zorzales, de los jilgueros, por el empecinado cacareo del gallo en las mañanas, por la leche tibia recién ordeñada, por el pan caliente, el queso fresco, los mates con sabor a tomillo de mi abuela. Trepaba los algarrobos como nadie, puedo recordar, y pocos podían igualarme en el dominio del caballo. Pasaba horas recorriendo el campo con algún peón buscando los animales extraviados, o sólo por placer.

Conocía cada rincón de la estancia, cada pedazo de tierra la sentía mía. Rara vez bajaba al pueblo a buscar provisiones o lo que hiciera falta, de eso se encargaba mi madre, o mi hermano menor, que siempre son los que nos suceden a la hora de los mandados. Yo sólo me quedaba ahí, robándole el verde a los pastizales con mis rodillas, con el olor a tierra mojada en las manos, con las chicharras chillando entre las ramas de los algarrobos, con el aire besándome la cara, ayudando a mi abuela o aprendiendo el trabajo de los peones. Por las tardes iba al río, a escuchar cómo el agua corría y corría sobre piedras, pedruscos y mojarras. Pasaba horas pescando solitario, o recostado bajo el agua, viendo simplemente cómo serpenteaba lamiéndome el cuerpo entero.

Ese era mi mundo, mi paraíso, mi reino.

Nunca quise seguir mis estudios, jamás entendí cómo una persona pasaba años estudiando una profesión que después maldecía y finalmente abandonaba por una vida como la que yo tenía. Como lo hizo mi madre, que era licenciada en economía. ¿Entonces por qué tenía que empezar de atrás para adelante mi vida?, le decía. La decisión fue fácil de tomar pero difícil de aceptar para mis padres que querían que fuese vaya a saber qué. El error de los padres es pensar que la vida de los hijos les pertenece siempre, pienso.

Mi hermano sí estudió. Él era dos años menor que yo y ni bien terminó sus estudios secundarios en la escuela del pueblo, se fugó a la ciudad a estudiar la profesión de mi madre. Él era su orgullo. Yo no, yo no era para estudiar, y ni pensar de volver a vivir en la ciudad.

De grande me encargué del campo, no había nada que no supiese hacer, amansaba los caballos, los erraba, arreglaba los alambrados, las tranqueras, los corrales, el granero, juntaba la leña, compraba y vendía los animales, sembraba y cosechaba el trigo; hasta elegía, carneaba y asaba las vaquillonas para las fiestas familiares, como en los cumpleaños de mi abuela, una tradición a la que concurría el pueblo entero; o en los cumpleaños de mis padres, o en su aniversario de casados, o cuando mi hermano se recibió de licenciado en economía.

Recuerdo como si fuese hoy las achuras todavía tibias en mis manos después de carneado el animal, luego humeando en la parrilla. Sin duda, todo era mi debilidad.
El día que la maté, pensé en todo eso, en mi infancia feliz, en mi abuela, en mis padres, en mi hermano, en mi reino. Lo único que sostenía mi vida hasta entonces; pero ya nada podía hacer.

Tal vez la vida que llevaba no permitió que buscara otra satisfacción más que mi propia vida. Los sentimientos que tenía, los tenía para construir mi mundo. Quizás el error fue ése, demasiado tiempo aislado en mi reino, demasiado tiempo sin descubrir las generosidades de una mujer. El amor.

Ella llegó con las primeras lluvias de noviembre. Ya no recuerdo qué día, ni en qué año pasó. Lo que jamás olvidaré es que regresaba de comprar animales para el engorde cuando mi mundo se detuvo. Así, tal cual lo estoy contando.

Parada en la galería de la vieja casona, mis ojos sólo vieron el reflejo de los suyos, y su sonrisa en un segundo dejó atrás todo lo antes vivido. Quedé aturdido, pálido, sin habla, sólo viendo cómo la brisa levantaba suave su falda apenas hasta donde el pensamiento se vuelve deseo y desvarío. Su pelo color oro resplandecía con el sol apenas vivo de un atardecer muerto, y su piel blanca como la leche se dejaba ver mas allá del escote plácido de su vestido.

Si debía existir una reina para mi mundo, seguramente esa reina, era ella.

No puedo negar que me enamoré sólo de verla, negarlo seria la estupidez más grande, aunque la haya odiado más de lo que la amé.

Todo empezó una madrugada. No podía dormir por el calor, menos pensando en ella. Días enteros intentaba pensar en otra cosa. Hacía el trabajo de tres hombres durante el día para conseguirlo. Pero aún cansado al extremo no lograba dejar de pensar un segundo en ella. Mucho menos por las noches, cuando me acostaba. Mientras más deseaba quitármela de la cabeza, más se metía como un maldito fantasma en mi cuerpo, en mis pensamientos, en mi dolor.

Sentado, apoyando mi espalda en la vieja mora detrás del granero, sólo acompañado por el rechinar de las langostas y las ranas, pensaba cuánto tiempo más duraría el dolor en mi cabeza cuando ella se apareció.

Deslumbrada, observaba el brillar de las estrellas. Inflaba y desinflaba su pecho llevando hasta el fondo de sus pulmones el aire enfermizo de la madrugada. Un sostén de su camisón cayó hasta la mitad de su brazo, y enloquecí por su cuerpo que supe desnudo. Se sentó a mi lado, silenciosa, liberada, con la naturalidad de una amiga, de una hermana o una madre, descalza; dejando deslizar el camisón de raso crema entre sus muslos pude sentir cómo el ardor incendiaba su cuerpo entero, el jadeo de su respiración era un suplicio de vicio inevitable, y sus cabellos dorados, despeinados, pegados por la humedad a las pirámides de sus pechos blancos, la seducción más diabólica sobre el cuerpo de una mujer. No dije nada. Volteé para mirarla a los ojos, sudado, corrompido, y en sus ojos vi el principio y el final de toda esa noche de magia.

No recuerdo en qué momento entramos atropellados al granero, llevándonos por delante lo que había al paso, desesperados por quitarnos la ropa como si eso fuese la causa de alguna peste. Nos revolcamos una y otra vez sobre el forraje sin decirnos una sola palabra, comunicándonos con la fiebre de dos cuerpos que sabían que sólo era cuestión de tiempo. Los oleajes de su cadera, la abundancia de sus pechos blancos al desnudo, su piel filtrando gloria y malicia, sus gemidos sordos, mordidos, me enloquecieron. Pasamos horas desquiciados entre herramientas, paja y lujuria; desnudos, mirándonos aún en silencio, sin decirnos una sola palabra, acorralando al instinto para volver a tenernos.

La locura, la fricción con el infierno de su cuerpo clavó un cepo de tortura en mí, y todavía no me deja libre.

A ese encuentro sucedieron otros, muchos otros. Todos en lugares distintos, dispersos. La estancia era enorme, y la imaginación, mucho más.

Cada vez que volvía, la clandestinidad goteaba pecado, y sus largas ausencias sepultaban martirio.

Una noche, después de fundir el amor junto al río, me dijo que me amaba, que era todo lo que ella deseaba, que no quería seguir viviendo un segundo sin mí, que ya estaba madura para dejarlo todo por ser mi reina, y yo, su rey.

No dije nada, la mire como se mira a alguien sin escuchar sus palabras. Levantó su vestido tirado al costado del río, y se fue en silencio. Como vino. Cubriéndose el cuerpo desnudo que antes había sido mío.

Me quedé recostado en el pasto, bajo millones de estrellas en un cielo limpio, pensando en ella, y en el tiempo que estuve muerto estando vivo.

Había soportado mil veces la misma cena. Pero esa noche no pude detener el tiempo, ni el martirio. Todos estábamos reunidos en la mesa cuando mi hermano se levantó para hacer un brindis. Ella ni siquiera me miró cuando anunciaron su compromiso. Hablaba feliz con mi madre, reía a carcajadas con mi padre, y besaba a mi hermano en la misma mesa donde cenábamos.

Me miró después, sonriendo como un ángel siniestro, con una copa en su mano esperando compartiera su alegría. Cuando me lancé sobre ella pude escuchar la vajilla de cerámica de mi abuela, los cubiertos de plata del casamiento de mis padres y las copas de cristal despedazarse en el suelo, el mantel de lino blanco fue un reguero de sangre cuando clavé la primera puñalada en su garganta, luego le siguió otra, y una tercera le atravesó el corazón.

Maldigo el día en que mi hermano la trajo a esta casa. Maldigo el día en que la vi parada en la galería de la vieja casona, con su vestido maldito y su cuerpo de demonio perverso.

Sólo tengo una satisfacción, el último recuerdo que se llevó de esta vida, fue mi rostro de odio a centímetros del suyo, hundiéndole el cuchillo en el corazón.

Mi familia jamás vino a verme. Me culpan del suicidio de mi hermano y la muerte repentina de mi abuela. Escuché a los hombres de blanco decir eso. Dicen también que trabajan para quitármela de la mente, quieren convencerme de que jamás estuve con ella, que nunca tuve su cuerpo, sus besos, dicen que todo fue una ilusión, que sólo pasó en mi imaginación, que mi mente está enferma.

Nadie entiende por qué la maté. Nadie sabe lo que sentimos los dos, yo sé que ella todavía me ama.

Ya no quiero estar aquí. ¿Qué mundo es este, todos vestidos de blanco?

La extraño. Quiero volver a mi mundo. Acá nadie me habla, escucho gritos por las noches, no tengo ropa y las pastillas son amargas.

La extraño, Dios, cuánto la extraño. Duermo amarrado a una cama, en una habitación que da a un jardín de rosas, donde por la ventana cada noche puedo ver un cielo iluminado por millones de estrellas. Las mismas estrellas que brillan en mi reino, donde sé que espera que vuelva mi reina.

Texto agregado el 31-03-2012, y leído por 169 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
01-04-2012 Es un cuento con un tema muy conocido, está bien escrito, son historias de amores tóxicos, traen dolor. chilichilita
 
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