Jesús no perteneció a ningún grupo o tendencia existente en su tiempo, de los que enumeré en el texto anterior.

No se apartó de la vida común y corriente. Vivía en el mundo, y se relacionaba con toda la gente, sin distingos. No llevaba vida de asceta ni monacal. Se juntaba con los llamados “pecadores”, (“pecadores” serían hoy los drogadictos, los borrachines, vagos, ladronzuelos y poco cumplidores de leyes civiles o religiosas). “Comía y bebía con ellos”. Aceptaba invitaciones de pobres y ricos, miraba con benevolencia y comprensión a judíos y extranjeros, incluyendo a los romanos dominadores.

Jesús no fue ‘sacerdote’…Jesús fue ‘laico’ e iniciador de un movimiento laico, del que los sacerdotes se mantuvieron distanciados… Sus seguidores fueron la gente sencilla”. No perteneció a la tribu de Leví, la tribu sacerdotal, sino a la de Judá. Su sacerdocio tendría una fuente distinta, como lo explica la carta a los Hebreos.

El Jesús de la historia tampoco fue ‘teólogo’, o escriba. Era un aldeano sin estudios, como sus adversarios se lo echan en cara” (Marcos 6,2. Juan 7,15). Y al aplicar a la vida las Sagradas Escrituras lo hizo con profundidad, creatividad y libertad, popular y directo.

No fue simpatizante de los que detentaban el poder

Ni se puede afirmar que Jesús fue “el primer revolucionario”, al menos en el mero sentido social y político de cualquier tiempo. Su modo de pensar era otro mucho más profundo. No se puede falsear el Evangelio para concluir esta posición revolucionaria estilo Che Guevara. “Jesús predicaba la no violencia, y no aprobó ni los métodos ni los medios del radicalismo revolucionario”.

Rechazaba fuertemente el abuso, la prepotencia, la soberbia de creernos superiores a los demás; la mala fe, el rechazo deliberado de la verdad.

Era un hombre plenamente libre, lo que no significa no se meterse con nadie, ni comprometerse en nada. Su compromiso era con la humanidad y con la verdad, no de derecha o de izquierda, o de centro, sino con las personas y la verdad. Sus palabras herían vanidades, poderes y situaciones de injusticia. Sin imponer nada a nadie, respetaba la libertad y limitaciones de cada cual. Sus enseñanzas eran provocadoras, obligaban a pensar, a descubrir lo objetivo, la verdad sobre Dios, sobre el hombre y la creación.

Pero no era con la verdad etérea, en el aire, producto de una reflexión meramente racional. Era con la verdad aplicada, en personas de carne y hueso, especialmente en aquellas que sufrían el uso y el abuso de la Ley, del poder, del dinero y de la soberbia humana. Sabía que los hombres somos de barro, y miraba con compasión a todos, buscando un resquicio por donde pudiera penetrar el amor en cada corazón, amor que enalteciera a toda la persona, y a todas las personas.

Predicaba “el Reino de los Cielos”, el Reinado de Dios. Es decir, ese mundo que Dios quiere, donde haya solidaridad, compasión, justicia, paz, respeto…. Todo lo bueno para el ser humano, para la sociedad.
Sin imponerlo a la fuerza, sino por la aceptación voluntaria de cada uno: “El que quiera ser mi discípulo”, decía.