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La voz, su voz pronunciando mi nombre, aún suena extrañamente metálica en mi cabeza, sin que sea capaz de recrear su imagen. Sólo conservo una silueta de espaldas iluminada ruidosamente por la escasa luz que entraba por el balcón. La cama era pequeña, me lo advirtió antes de subir, aunque mi única respuesta fue entonces una carcajada que intentaba expresar mi total desinterés por su tamaño, como si jamás la fuera a ver, como si nunca fuera a subir los dos pisos que me separaban de ella.

De vuelta al albergue, ya solo, no tuve que caminar más de quince minutos, sin embargo, antes, cogidos de la mano, bajo las farolas, el trayecto me pareció más largo. Nos deteníamos a veces para besarnos, me paraba en sus ojos azules que me miraban muy abiertos, los mismos ojos que ahora ya no recuerdo, que cuarenta y ocho horas después ya no recuerdo y han sido sustituidos por mi nombre susurrado de una manera extrañamente metálica.

Nietzsche, tiene cojones, se apedillaba Nietzsche y sólo se le ocurrió decírmelo después de dos polvos. Entonces ya todo me cuadró, como si de repente escuchara el disparo que había recibido una hora antes y por fin comprendiera. Daba igual que un día más tarde descubriera que el apellido era bastante frecuente y que incluso no se escribía igual. El mal ya estaba hecho, todo lo ocurrido esas horas cobró sentido, un sentido indestructible, con entidad, que podría alojarse en forma recuerdo sin rostro por mucho tiempo bajo el hielo de la Antártida.

De su pelo rubio me quedaba un cabello que sobresaltado tiré al suelo al día siguiente cuando lo descubrí en mi jersey. Entonces aún no había nacido la voz, entonces aún conservaba algo de su rostro. Después una sensación, su cuerpo delgado, frágil, el mismo de la silueta, estrechado bajo mis brazos, aplastado por mi cuerpo mientras la penetro, mientras remuevo mi polla y la escucho gemir quedamente para que sus dos compañeras de piso lesbianas que dice tener no la oigan. Yo dudo que haya alguien más en el piso enorme que se abría como un pasillo insondable en mi memoria mientras iba de camino al deslumbrante aseo donde estaba esa bañera descascarillada y ese váter con loza desgastada.

A través de las frases que me dijo en el camino recupero trazos de su rostro. “Javier Marías” me decía. Y su liso pelo rubio, y sus ojos azules, y su nariz angulosa, y sus labios delgados, y sus marcados pómulos aparecen como un fogonazo antes de quedar convertidos en el pelo fino que acariciaba, en los párpados cerrados que intuía, en la nariz que estrechaba, en los labios que recorría con mi lengua y en los pómulos que besé a modo de despedida.

Sí que nos tuvimos que ver. Ella comentó algo de mi tatuaje, “Venus y Júpiter”, dijo con esa voz metálica poco antes de marcharme, poco antes de que yo pronunciara aquel “sabré encontrarte” ridículo que veinticuatro horas después se desharía en un mail a una dirección equivocada.

Recuerdo sus codos pero no tengo ninguna imagen de su coño e infantilmente me arrepiento por haber desaprovechado la oportunidad de ver un coño albino. Pero seguramente, aunque ella no hubiera apagado la luz en cuanto me introdujo en la habitación, aunque ella no hubiera cerrado los ojos negándome la visión, seguramente todo, absolutamente todo hubiera sido oculto por aquella frase: “Renunciarías a todo por vivir en Granada como un pordiosero para conocer gente y follar como Dios”. Y yo sólo reí.

Para Tina

Texto agregado el 29-03-2012, y leído por 234 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
15-12-2012 Me encantan tus ínfulas de poetastro nomegustanlosapodos
 
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