Todos sabíamos que estaba loco. Eran constantes sus delirios acerca del bien y del mal. La gente se reía de sus excentricidades, y algunos hasta lo consideraban peligroso. Sin embargo, jamás le hizo daño a nadie. Pero su comportamiento no parecía normal. Llevaba siempre colgado del cuello un amuleto que, según él, le traía buena suerte. Era común verlo disertar sobre eventos catastróficos: El final estaba cada vez más cerca. Pronto se acabaría la maldad, la injusticia y el odio entre los seres humanos. Una nueva oportunidad, un mundo mejor era lo que pronosticaba constantemente.
Todas las tardes, al salir de la escuela, mis amigos y yo lo veíamos en la plaza del pueblo. A veces me detenía para conversar con él, y en ciertos momentos, creí notar una extraña conexión entre nosotros. Se llamaba Juan, pero le decían “El profeta”, y se burlaban de sus alocadas especulaciones. Pronto nos acostumbramos a aquella particular característica suya de hablar del fin de los tiempos. Sus pláticas nos resultaban interesantes.
Pasaron los años. Un día supimos que había fallecido, y al poco tiempo sus vaticinios se empezaron a cumplir. Por supuesto, yo no me sentí asombrada. Las investigaciones científicas siempre explicaron las causas de los desastres naturales. ¿Por qué iba a creer en profecías?
Pero esa mañana recordé su última premonición: “Muy pronto despertaremos con la noticia de que a la humanidad le quedan sólo unas horas de vida”.
Me hallaba a unos cuantos kilómetros de la ciudad más cercana en mi casa de descanso ubicada en la parte más alta del acantilado. Recuerdo que contemplaba el océano con gran atención cuando comenzó a soplar un fuerte viento. A lo lejos pude ver una ola inmensa acercándose a la playa. Bajé la escalera. Estaba segura de que se había desatado la gran hecatombe: terremotos, huracanes e inundaciones. El pánico comenzó a atenazar mi garganta; reprimí un sollozo y salí de la cabaña. En ese momento las olas arrasaron con todo lo que encontraban a su paso.
Luché cuanto pude, pero sentí que me hundía sin remedio. De pronto, una mano me tomó y tiró de mí con fuerza. No estoy segura de lo que ocurrió después. Desperté en mi habitación. La cabaña estaba destrozada, un objeto brillante relucía en el piso oscuro. Lo observé perpleja, y al instante lo reconocí. Era el amuleto de Juan.
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