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Trabajo y más trabajo. Responder oficios, ver las citas en el juzgado, contestar –personalmente— a clientes, proponer la mejor opción para formular un testamento. Mi secretaria organiza mi agenda y contesta los teléfonos.

Después de haber hablado con mi esposa, escucho a Elia con su voz de flauta, me recuerda que debo ir a casa de la viuda. La señora —en cuestión— vive en un pueblo cercano y yo fungo como su representante legal.

Diez hectáreas de su propiedad están en la mancha urbana y hay que negociar con los invasores, autoridades municipales. Preparé la documentación y sin pensarlo dos veces, conduje el auto hasta la residencia de mi cliente que por la edad, su salud es inestable. Dos horas intensas pasé con el hijo de ella, doblando y desdoblando planos, marcando terrenos que se donarán al municipio para escuelas, áreas verdes y calles.

Cuando me despedía de la viuda, salió a mi paso una joven de cabello lacio y cortado como varón, pómulos salientes, labios gruesos y enrojecidos por una mancha.

—Le presento a mi ahijada, que nos ayuda con mamá.
—Aprovecho para pedirle, si no es molestia, que la acerque a su casa, ya que su mamá no puede vivir sin ella. —Me dijo Mario, hijo de la viuda.

Enfilé hacia la carretera con mi pasajero. Es una hora a una velocidad moderada y últimamente más, porque las lluvias tienen en mal estado a la carpeta asfáltica. Serían cerca de la una de la tarde. Ella estiró las piernas, y sus manos se trenzaron detrás de su nuca.

— ¿Cansada?
—Más que cansada, aburrida. Recién llegué de la capital y mamá no me deja salir de casa. Tomé un curso de auxiliar de enfermería en la Cruz Roja que organizó un médico. Aprendí a poner sueros y, por eso, estoy aquí.

Si bien en un principio, sus facciones me parecieron toscas, al verla, detenidamente, noto el error: ojos grandes y negros que hacían juego con las dos cejas largas que se unían al centro donde bajaba el perfil de una nariz que se ensanchaba en su base. Labios gruesos y un lunar color vino que le partía la barbilla y que hacía contraste con su piel clara. La falda color naranja, de vuelo y que caía por debajo de la rodilla; poco que ver. Había silencios y la plática parecía ser una tosida de monólogos. Interjecciones o frases sobadas y hechas. Íbamos a la mitad del camino y tuve que hacer un cambio de velocidades. Mantuve mi mano en la palanca de velocidades que por el zarandeo, rozaba su muslo. Ella fijo su mirada en mis brazos y su mano enroscó un grupo de vellos y suavemente los jaló. Rápidamente, se deshizo de ellos, como si éstos le estuviesen quemando el pulpejo. Al mismo tiempo exclamó

— ¡Qué velludo!
Sentí la humedad. La miré a los ojos y puse el brazo bajo mi nariz. Sonreía sin sonreír. Lo vi por el filo brillante que despedían sus ojos.
— ¿Le gusta? —
No le contesté y seguí esquivando los baches de la carretera.
Después de un incómodo silencio le pregunté:
— ¿Tienes prisa por llegar a tu casa?
— ¡Para nada! —¿Me invitará un refresco?

¡Me enardecí! Había una manera de saber que traía en la cabeza. Dos kilómetros adelante, hay un motel de paso. Sin decirle nada, introduje el vehículo a una de las jaulas. La sorprendí. No esperaba tal acción. Empezó a llorar y balbuceó:

— ¡Sáqueme de aquí! No sé qué piense, pero no soy lo que se imagina.
Del gemido, pasó a un pedimento claro. Después, a la exigencia y, luego, con voz melosa, me tomó la mano con la suya y decía:

—Ándele, no sea malito, sáqueme de aquí.
—No te angusties. Nada se hará si no lo deseas. Platiquemos un poco más. En este lugar, estamos aislados y podemos tomar unas bebidas, sin que vayan con el chisme a tu padrino. Anda, vamos dentro y sentémonos en la sala. Pediré unos refrescos.

Sentados en el mueble, yo con una cerveza y ella con un jugo de manzana, le pregunté:

— ¿Ya estás más tranquila?

Poco a poco, se fue relajando y me contó parte de su vida. Está a disgusto viviendo con su mamá, pues sus grandes “cuates” los dejó en la capital. Le invité de mi cerveza y se quedó con ella.

—Tienes unos ojos bonitos, pero me gustan más tus pestañas. ¿Seguro que no son postizas? Sospecho que sí.

Ella lo negó.

—Déjame ver. Me acerqué.

Al mirarla de cerca, divisé sus labios y el lunar de su mentón que se habían enrojecido. Los pómulos no podían ocultar el rubor. Cierra los ojos para que pueda apreciarte mejor. Cuando lo hizo, besé levemente los labios y ella quedó en silencio. Ese fue el principio.
Ardiente, deseosa, impulsiva. Nos desnudamos. Cuando estoy a punto de unirme a ella, llegó lo impredecible. Se hizo a un lado y se pone a llorar.

— ¿Qué tienes?
—No puedo hacerlo.
—No entiendo.
—Es que no deseo serle infiel.
— ¿Infiel a quién?
—A su hermano.
— ¿Y cómo sabes que tengo un hermano?
—Apenas lo supe, y es el mismo que me dio el curso. Hace quince días que soy su amante.

Lo que me sorprendió es que habiendo tantos médicos, ella haya recibido el curso por el “cabroncito” de mi hermano.

Prendí un cigarro y después de tres aspiraciones,
(ambos desnudos, acaso ella se cubría su entrepierna con la almohada, la misma que había elegido para ponérsela debajo de sus nalgas) Le enseñé la punta ardiente del cigarro.

— ¿Te imaginas como estoy? No, no puedes imaginarlo, pero yo… Tengo una revolución en mis testículos. Si no expulso el semen, tendré fuertes dolores. Yo respeto lo que sientes, pero, ¿tú no me puedes comprender tan sólo un poquito?

Apagó la luz, cerró las ventanas y ordenó: recuéstate y no abras los ojos. Sentí sus labios gordos entre mis labios. Luego, caminaron sobre el pecho, lamió mis pezones y transitaron por mi abdomen hasta llegar a las íngles. Sus manos, hábilmente, acariciaban mi escroto. Estaban sus labios pulposos y entintados sobre el brillo y humedad de mis venas. Los latidos de mis sienes se correspondían con las pulsaciones de mi glande, luego, las ruedas de fuego que culminaron con el estremecimiento. Nos quedamos en silencio.

—Pareces oso. —me susurró en voz baja.

Intempestivamente subí arriba de ella y empecé a hacerle cosquillas. Jugamos un rato, hasta que ella se vistió.
treinta minutos después enfilábamos hacia la ciudad.

—¿Se portará como caballero?
—Lo juro. Y besé sus manos.


Texto agregado el 28-03-2012, y leído por 537 visitantes. (13 votos)


Lectores Opinan
10-04-2012 muy bien Ruben. tiene su maña escribir en este rubro manteniendose serio. un abrazo. yajalon
05-04-2012 Un buen cuento erótico, bien llevado. Lo escribes con sutileza y altura. Mis ***** chilichilita
04-04-2012 Jo, jo, jo, la verdad es que salvo un relato de otro cuentero, no conozco más ejemplos de literatura erótica en la Página, que los que aportas en ocasiones. Bravo por la osadía y la ejecución. Egon
01-04-2012 Un relato donde el erotismo crea suspenso y eso sólo un gran cuentero lo consigue. Mis***** girouette
31-03-2012 Es una historia que como la de la monja me encantó. Lleno de erotismo,dejas seguir palmo a palmo cada detalle.******* Un beso Victoria 6236013
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