Nadie hablaba con Iván Baca. Preferíamos propinarle golpes sorpresivos en la nuca o lanzarle pedacitos de borrador cuando los demás no estaban mirando. Él no reaccionaba, como si solo fuera una estatua y nosotros, los pájaros que cagábamos en ella sin reparo.
Su silencio era perfecto porque era constante. Se quedaba ahí, en un rincón del patio, quieto, esperando el timbre que todos odiaban, solo para volver a clase y continuar con los ojos en coma y la voz de retiro.
- ¿Por qué carajo nunca hablas?- le dijo una vez Adrián Vargas a la hora de salida.
Él no contestó. Siguió andando, con su mochila verde sujeta a la espalda, hasta que se perdió entre la multitud.
A todos nos divertía burlarnos de Iván Baca: era como un monigote enorme, con el que podíamos hacer pruebas y si nos aburríamos, a alguien siempre se le ocurría una nueva.
- Iván, ¿cómo se llamaba tu vieja?
Decir el nombre de la mamá de alguien para que el resto lo celebrara era nuestro pasatiempo favorito. Lo mejor, sin embargo, llegaba cuando el aludido contestaba con el nombre de la mamá del agresor.
- ¿Amparo?- preguntó Vargas con sorna.
Baca seguía como siempre: en su rol de estatua de mierda, la mirada puesta en una pausa interminable, sin palabra alguna.
- Amparo me para el faro.
La gente explotó en carcajadas, incluso hubo unos que aplaudieron mi ingenio. Yo solo sonreía, como los demás, como aquellos que me miraban y me hacían sentir dios por un instante.
- La tuya, Cárdenas.
Las carcajadas cesaron. Las miradas de los que habían volteado para ver quién dijo eso, volvieron a mí, esperando que le respondiera. Pero, por un momento no entendí nada, las reglas eran simples: insultabas, te insultaban y fin del juego. No obstante, había algo no cuadraba en todo aquello: Iván Baca.
Iván, el huevón, el lorna del salón, me había mentado a la madre. Se defendió, de acuerdo, pero nadie parecía satisfecho. Una mochila verde se alejaba frente a mis ojos.
- ¡Baca!- le grité.
La mochila se detuvo.
- Este viernes, en el parque- dije, tratando de convencerme de lo que decía-. A las tres.
Solo los que estaban delante de él pudieron verle asentir con la cabeza.
El viernes por la mañana, todo estaba listo para la mecha. Adrián Vargas había esparcido la noticia por todos los salones. Mauro Ibringas se encargaría de hacer guardia mientras estábamos en el parque.
Nadie había jodido a Iván Baca desde que pactamos la pelea. Él se volvió a sumergir en su silencio habitual y continuó su rutina sin que las murmuraciones de todos lograran abrumarlo.
Por el contrario, mi mente estaba lejos de la tranquilidad. No podía soportar el ruido de tantas voces a la misma vez, ni siquiera el silencio de mi contrincante.
A él me lo encontré saliendo de uno de los urinarios del baño del segundo piso. Solamente su mirada había cambiado. Sus ojos parecían haber despertado de aquella condición casi inerte con la que parecían haber sido concebidos. Aparte de ello, seguía siendo el mismo chico bajito y enclenque que nunca se defendía de nuestros abusos; nadie esperaba que esa tarde fuera diferente.
- ¿Le vas a sacar la mierda, Cárdenas?- me preguntó Adrián Vargas con una carcajada de hiena.
Es que era aquello lo que me preocupaba realmente: que la pelea no fuera pelea sino una golpiza injusta; que literalmente Iván Baca se convierta en un monigote, listo para ser dañado, para ser castigado por un crimen que solo nosotros condenábamos: defenderse.
Pero no tenía opción. No presentarme no era una. No podía dejar que los demás pensaran que me había acobardado.
- Cabro- dijo Mauro Ibringas en el último recreo del viernes-. Si ese huevón no va es un cabro de mierda.
Mientras caminábamos hacia el parque, expresé mis dudas pero de manera asolapada, tratando de mostrar el menor interés posible a la hora de hablar:
- No quiero ser un abusivo.
No había mirado a nadie de los que me acompañaban, mis palabras habían sido formuladas con los ojos clavados en la vereda.
- No hables huevadas- dijo Vargas, sin dejar de andar.- Te vas a mechar con ese huevón porque se lo merece. Por faltoso.
- Por imbécil- dijo alguien, y rieron. Yo solo sonreí: no tenía ganas de nada, mucho menos de inventar una carcajada nueva.
Aquellos que hicieron caso del llamado de Adrián Vargas, esperaban en el parque. Traté de disimular mi cara de asombro cuando todos voltearon a mirarme, al mismo tiempo que me abrían el camino para llegar al centro de la muchedumbre. Iván Baca ya estaba ahí, solo, callado, inmutable a pesar de sus ojos vivos. Su mochila verde descansaba a sus pies.
- Son las tres- gritaron entre la gente que nos rodeaba.
Adrián Vargas fue el primero que me miró. Luego le siguieron algunos de los asistentes. Los que no lo estaban haciendo, se preocupaban por Iván Baca. Entonces avancé hasta terminar frente a él. Su silencio habitual, sumado a todos los silencios de los espectadores, aumentaba la tensión. Sin embargo, aquel ambiente de suspenso solo alcanzaba la perfección gracias a la quietud del mundo a esa hora, como los soldados en el frente de batalla que esperan una sola palabra.
- Fuego- murmuró Vargas a mi lado. Luego lo gritó-. ¿Quién tiene fuego para un pucho?
No estaba seguro de qué hacer. Algunos habían roto su silencio para aplaudir. La nueva mirada de mi contrincante desafiaba incluso mi confusión. Vargas encendió su cigarro y le dio la primera pitada. Pensé en que si no peleaba me dirían cabro. “Empiecen, mierdas”, gritó alguien. Luego, recordé cómo Iván Baca me había insultado igual que cualquiera lo hubiera hecho en una situación parecida. Las primeras cenizas del cigarro de Vargas cayeron al pasto.
- ¿Eres un maricón, Cárdenas? Pura boca eres.
Todos lo escucharon. Yo no lo había escuchado hablar desde que aceptó mi reto. Lo siguiente que oí fue el barullo de provocación del público. Mi puñetazo en su quijada, sin embargo, fue tan callado como todos sus días. Y cada uno de los que le encajé en el estómago fue devolviéndole a sus ojos, el deplorable estado en que se hallaban antes de todo aquello.
Cuando dejé de pegarle, Iván Baca estaba tendido en el suelo, intentando recuperar el aliento. Sentado sobre su vientre pude fijarme en sus ojos: muertos otra vez, pero al mismo tiempo, derrotados, resignados a nunca despertar a la vida que tanto admiraban y deseaban. Me incorporé de un salto, todavía no pude despegar mi mirada de la suya, doblemente muerta.
Después de un rato, levanté la cabeza. Una vez más nadie parecía capaz de provocar el mínimo ruido. Había unos que ni siquiera contemplaban aquella escena atroz: todo mi ser, en pie, a unos metros de una mochila verde, cuyo dueño yacía inmóvil en el suelo.
De repente, unos pasos rompieron el hielo. Era Mauro Ibringas. Cansado, apoyó las manos sobre sus rodillas.
- Viene ahorita- dijo, entrecortadamente-. El serenazgo, huevón.
Una vez que grité la noticia, la gente abandonó el lugar, cada uno hacia la dirección que le tocaba acabadas las clases.
- Puta madre, ¿van a correr o no?
Adrián Vargas estaba apagando su tercer cigarrillo en el piso. Mauro Ibringas echó una ojeada a la patética figura de oponente vencido. Hice lo mismo.
Comencé a correr como todos los del grupo. Cuando partimos, Iván Baca había cerrado los ojos, aunque nadie hubiera notado la diferencia si los hubiera mantenido abiertos. Vargas encendía el último cigarrillo del día, antes de llegar a casa. No me sentía más hombre, esperaba que los demás sí se dieran cuenta. Continuamos corriendo, casi llegábamos a la esquina. Las sirenas se empezaban a escuchar. |