¡Está temblandoooo!-gritan las mujeres, creando, a su vez, su propio sismo, el de sus entrañas, el miedo que se le zangolotea en el alma. ¡Terremoto!-se desgañita otra, y se le desploman encima aluviones de madera, de agua borrascosa, de terror en carne viva.
La tierra se cimbra, se contonea y pareciera transformarse en un ávido reptil que quiere desembarazarse de todo lo que habita sobre su lomo. Y surgen los remordimientos, afloran vergonzosamente nuestros pecados y los gritos de perdón y los pechoños golpes en el pecho, manifiestan todo nuestro sacrosanto miedo. Se nos confunden nuestros ídolos, un dios furibundo con el rostro de una estrella de cine, nos apunta con su dedo insustancial, agonizamos cada minuto en que la tierra intenta deshacerse de nosotros y cuando todo se detiene y nos auscultamos sanos y salvos, volvemos a creer en Dios.
La magnitud del terrorífico fenómeno natural, acota nuestro desamparo, lo mensura, colocándonos en el lugar que nos corresponde, diminutas fieras, sin dioses ni aplomo, bellacos orgullosos nacidos de mujer, nómades de la maldad y el descontento.
¡Dios nos libre!-se escucha a coro y cantos espirituales se difuminan por los cielos, oliendo a epifanía. Todos aguardamos que las entrañas de nuestra pachamama se hayan recompuesto y que las simas abiertas por la furia desatada, se sellen por otro milenio, para que podamos vivir en paz con nuestra alma. Así sea, musitamos bajo un templo o bajo las ateas estrellas del universo…
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