Nuestra vida, afirmamos los creyentes cristianos, es una Historia de Salvación. Un proceso realizado por Dios, para llevar al hombre desde la oscuridad y ley de la selva, desde la caducidad opaca de la vida, a un alto grado de superación; a un desarrollo humano que aún no podemos concebir plenamente. Y, más aún, a una vida eterna y feliz. Es un proceso que Dios realiza con toda la humanidad en su conjunto y, a la vez, con cada persona en particular.
Afirmamos que Dios, en cierta etapa de la historia, irrumpió en ella. Ha intervenido en el espacio y tiempo de esta humanidad, de este ser minúsculo del universo llamado ser humano, para regalarle esa feliz vida eterna. Así lo comprendió y declaró Lucas (1,68), al poner en boca de Zacarías las palabras del “Benedictus”, y proclamar la llegada del Hijo de Dios hecho hombre a poner su tienda entre nosotros:
“Bendito sea el Dios de Israel,
porque se ha ocupado de rescatar a su pueblo.
Nos ha dado un poderoso Salvador
en la casa de David, su siervo,
como había prometido desde antiguo
por boca de sus santos profetas,
para salvarnos…”
Es un proceso de salvación. No a base de episodios sueltos e inconexos, sino con pedagogía divina; respetando la naturaleza, la evolución y el modo de ser humano, aún en sus debilidades. Algo progresivo. Con sabiduría de artista fino, como es Dios. Y esto, no porque el hombre haya echado a perder su plan primitivo sobre el hombre, como aún piensan algunos al interpretar el episodio del paraíso. Pues Dios creó al hombre mortal, como cualquier criatura. Y si Dios no interviniera, al morir, cada cual desaparecería en la nada misma. Pero no es así. Dios es amor gratuito y misericordioso, y por eso, quiso comunicarnos su amor y podamos así compartir eternamente con él.
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