Doce años
—¡Qué angustia! ¿La sientes? Es casi un dolor ¡y qué maldita hambre! —decía uno de los hombres que iban en el vagón, mientras se tocaba el pecho con ambas manos para sentir los latidos.
El otro no respondía. Tenía la visión de estar fumándose uno de esos puros que venden hacia el sur en un villorrio llamado La Colonia de donde era oriundo. Se imaginaba con apetito el fecundo olor a tabaco tras haber tenido la impresión de que ya han pasado por el centro de la ciudad y van por las circunvalaciones de la tabacalera en las inmediaciones de la pequeña zona industrial que antecede a Villa Mella. Procuraba humedecerse los labios pero acaso ya no le quedaba saliva. —¿No sientes la angustia? —volvió a preguntar el primero tras un largo silencio. —No —respondió el otro. —¿Es posible? —No sé si es angustia, la verdad es que no siento nada, me siento hueco. Aquí, después de varios días, los recuerdos, los sueños y la imaginación se confunden todos, después de eso no queda más que un vacio ¿Dices que tienes hambre? —preguntó bruscamente; luego dijo de modo cortante: —por todo el piso hay barritas de chocolate y además tengo un poco de ron por si gustas. Doce años.
Estaban a oscuras, pues el vagón era totalmente cerrado y sólo tenía unos pequeños agujeros por donde se filtraban los rayos del sol. Al mirar los tubos de luz el nuevo recordó la breve historia de su captura. Eran las once de la noche cuando acababa de salir de la estación de prensa. Tras haber recorrido cinco minutos de tránsito pausado observó que lo perseguían con discreción en una furgoneta, después de unas cuantas circulaciones los perseguidores a través de una coordinación de varios vehículos, consiguieron interceptarlo y a punta de diversas armas de fuego lo hicieron salir del carro. Su captura sucedió a pocas cuadras de su casa, en un tramo de la calle franqueado por una iglesia y un pequeño parque. Los captores pese a su parafernalia eran tipos que actuaban limpiamente, con calma y sin excedida violencia, hasta se diría que lo que hacían obedecía a una necesidad perversa de la que ellos parecían disculparse. Al principio, ante la certeza de que no le dispararían, el nuevo se resistió a dejarse tomar con pasividad, de modo que enfrentó los tipos a golpes; pero éstos procurando no herirlo, lo sedaron hasta hacerlo caer en el aturdimiento. Estaba tan exhausto y somnoliento que en cuanto lo metieron al vagón se echó al piso jadeando y al poco rato se durmió. Durmió tres días. Al levantarse estaba hambriento, muy desorientado y no lograba ver mucho, sólo veía bultos hundidos en la tiniebla del vagón, donde lo único que le absorbía la atención de cuando en cuando eran las siete monedas doradas proyectadas por los tubos de luz que se metían por los agujeros del techo, cerca de los cuales fijó su estancia.
Después de restablecerse y de haber empezado a adaptarse, halló en sus narices un aire pestilente y denso, una atmósfera casi irrespirable, mezcla de cenizas de tabaco, heces, sudor, sangre, orín y demás miseria humana; entonces pensó que había alguien más en el vagón, recordó que entre sueños escuchó la voz de un hombre pero no podía distinguir si era un elemento del sueño o de la vigilia. Al principio estuvo un poco suspicaz y se mantuvo quieto en su sitio, cauteloso. Sin embargo era imposible mantenerse inactivo, la presencia del otro lo abrumaba con una emanación térmica, silente, que lo alcanzaba como por una especie de magnetismo. En cierto momento creyó que estaría muerto, pues no emitía ningún sonido. Para confirmar se puso a gatas con la intención de localizarlo. Se dirigió al fondo, pero lo halló a pocos pasos.
—¿Qué pasa?—dijo el otro con una voz casi apagada. —¡Oh! ¿Estás ahí? —Sí. —¿Estás bien? —No sé.
Después de eso, pasó un largo rato de silencio entre ellos, hasta que el nuevo dijo:
—¡Qué angustia, ¿No la sientes? es casi un dolor!—dijo tocándose el pecho— ¡y que hambre! —agregó poco después como si ésta fuese menos apremiante que la angustia.
Y siguió un silencio largo.
El nuevo recogió de entre cáscaras secas como de legumbres algunas treinta barritas de chocolate y las comió a toda prisa. En tanto el otro parecía estar allí sin estarlo, no sólo con un silencio obstinado que al nuevo le resultó como viscoso e infecto, sino también con esa pavorosa ausencia de los cuerpos sin vida. En efecto estaba recostado, conteniendo toda la reserva de sus energías, como cuidando celosamente el rapto que le provocaba el imaginario olor a tabaco que él creía aspirar. Pero la angustia y la perturbadora inquietud manifiestas en los diversos ruidos del nuevo eran superiores a la imposición del silencio. El nuevo quiso empezar a adaptarse. Ya había escuchado que aquello no era más que un escarmiento, pronto lo liberarían como a otros, así que con algo de ansiedad procuró alcanzar un medio que le permitiera someterse a cierta comodidad mental, algo parecido a la sumisa circunstancia del otro, que sin dudas era la resignación. Pero no conseguía estarse quieto, no quería resignarse porque era como si aceptara la situación y la situación estaba permeada de una impresión sombría, por eso permanecía en vilo, se halaba el pelo, se daba tragos de ron, se volvía quejumbroso, provocándose una falsa hilaridad y cantando a todo lo alto con una voz en falsete, gorgoreando, mientras masticaba las barritas de chocolate, persiguiendo el asco, la indignación, el aturdimiento, el dolor físico, acaso para que todo su ser se mantenga alerta o para evitar pensar o para exasperación y protesta de su compañero, quien no obstante se mantenía imperturbable, y para quien la vida había de continuar el mismo camino de la muerte, como si la vida y la muerte fueran un mismo puente, sin transición, hacia algo que estaría más allá. Ya no pensaba en la muerte como algo macabro, idea que indudablemente persistía aún en el pensamiento de su nuevo compañero; ya ni siquiera recuerda haberlo pensado, más bien concebía la muerte como a una amante heroína a la que esperaba para salir de aquel encierro. Y decía cosas en su voz interior, hablándole a un ser imaginario con rostro de mujer y larga túnica, debajo de la cual se inflamaba un cuerpo de mujer voluptuoso, y le decía palabras susurrantes como si aun temiese que el nuevo lo escuchara en sus pensamientos. Desde que entró al vagón siempre tuvo la sospecha de que lo matarían, como había escuchado que sucedía con otros y se fue matando lenta y progresivamente desde adentro. Era un hombre sin proyectos, que adoptaba la actitud de serenidad o más bien de inamovilidad propia de los muertos. Se quedaba tieso sin dejar sentir la respiración, sin dejarse sentir, llegando a veces a esos momentos en que creía que efectivamente ya estaba muerto y sólo le quedaba un poco de la conciencia que se reserva a los muertos para que no vayan a errar el camino al cielo o al infierno, según sus pecados. Una conciencia en cuyas entrañas lo único que conservaba verdaderamente terrenal eran las cada vez más apagadas inquietudes del nuevo y esas ganas severas de fumar aquel tabaco cuyo olor se había filtrado por los agujeros del techo y aun permanecía de un modo fantasmal a su alrededor. Ni siquiera el recuerdo de su señora viuda ya se asomaba como al principio, cuando la imaginaba dando gritos histéricos ante sus dos huérfanos. Estaban ya lejanas aquellas horas en que aún recordaba el olor a leche coagulada del más pequeño que mucho le gustaba aspirar cuando llegaba a casa y habían pasado muchas horas desde la última vez que lo olfateó.
—¿Sabes que nos harán? —preguntó el nuevo que ya no soportaba tantas horas o días de silencio, que sin embargo se prolongó otro largo rato hasta que finalmente el otro parecía rumiar la respuesta. Primero había dejado sentir su respiración en un ruido nasal como cuando se contiene el aliento largamente y después se escuchó el rumor de las cáscaras secas. El nuevo advirtió que el otro debía estar cambiando el cuerpo de posición. Debía estar entumecido y tenía que salir de aquella rigidez para responder. Después de todo, la vida ciega, sin razonamientos, la del organismo, tiene sus recursos para luchar contra la muerte.
—No sé —respondió el otro saliendo fatigosamente de su enajenamiento— pero… por favor dame un cigarrillo, si tienes.
¡Lo había olvidado! El nuevo pensó en la cajetilla del pantalón. Recordó que tras requisarlo le habían quitado todas las pertenencias, su reloj, el anillo universitario, los zapatos y aún sus documentos de identidad. Se preguntó porque sólo le habían dejado los cigarrillos y el encendedor. Hizo fuego y extendió la cajetilla. El otro vio la cajetilla y desde el fondo de su cuerpo, de sus músculos, pareció emerger la vida. Con avidez tomó uno y se aproximó a encenderlo. La lumbre le permitió al nuevo verlo por primera vez. Apenas vio sus ojos brillosos, cercados por unas órbitas que habían empezado a hundirse. El resto de la cara había sido devorada por la abundante barba y el cabello. El nuevo también extrajo un cigarrillo seguido de un largo trago de ron que al principio le quemó la garganta ya erosionada por sus varios días de sequedad. El líquido en su recorrido empezó a hacer una acción benéfica, además de calmarle un poco la sed le calmó los sentidos y después el alma.
—Son los doce años más oportunos—dijo con voz casi alegre.
Fumaban silenciosos, alternando los tragos de ron y expulsando el humo despacio como si quisieran eternizar el momento. Era un recurso de tregua, como si la enfermedad se suspendiera y ese momento fuera un hálito de vida sobre la carne moribunda. El humo que ambos veían era el que se dispersaba a través de los haces de luz que iban del techo al piso, dando la impresión de que el humo ascendía encerrado en tubos de cristal. El nuevo procuraba recrearse metiendo todo el humo en los tubos para olvidar su mal presagio. Vio con agrado las monedas que eran ligeramente azules, en contraste a las monedas doradas a las que tenía asociadas al intenso calor que a veces guardaba el vagón.
—Vamos a morir —dijo por fin con ansiedad. —¿Todavía no lo estamos? —dijo el otro, y él mismo distinguió en su voz una risita irónica. Una ironía que no era propia del hombre, sino del modo en que la muerte hacía sentir su invasión en el vagón. Ya ni siquiera la voz la reconocía como suya.
—Estás muy calmado, ¿acaso sabes qué nos harán? —Sé lo mismo que tú —respondió el otro. —Entonces deberías saber que vamos a morir. —Tal vez ya estemos muertos —respondió el otro y absorbió tan intensamente el cigarrillo que se le iluminó todo el rostro.
El nuevo pudo notar que tenía una mueca parecida a la sonrisa, y le pareció la imagen misma de la muerte sonriente. No había sido sino hasta ahora que advirtió que pese a la barba el otro tenía un rostro enjuto, cadavérico. De modo que el nuevo halló en ese vistazo la convicción de su propia muerte. La misma muerte que iba en el vagón, que ya estaba operándose en el otro lenta y paulatinamente, provocándole un ensimismamiento, en la que sus actos y respuestas orales parecían ya reflejos de una vida anterior.
—No me gusta la oscuridad. No es que le tema a nada, es que me desespera no poder reposar la atención en un punto fuera de mí, la oscuridad me achica el alma, ahora mismo no soy más que esos siete tubos de luz que se cuelan por el techo —dijo el nuevo, tratando de sacudir la terrible convicción, mientras pasaba los dedos a través de los haces de luz.
El otro no decía nada. Y como el nuevo volvió a sentir ese silencio tenso, preguntó:
—¿Desde cuándo estás aquí? —Tal vez diez días, acaso un siglo, lo cierto es que no recuerdo —respondió el otro—. Ya ni reconozco mi voz.
—¿Recuerdas cómo te llamas? —Amado Sánchez —respondió, seguido de un breve silencio que él mismo prefiguró, pues le había dado a su respuesta un énfasis inconcluso.
—¿Y tú? —Hidalgo Dolores—respondió el nuevo.
Se habían reconocido mutuamente, tal vez por eso dejaron extender ese largo silencio. Dolores sacó conclusión por la resignación, por la evidente desnutrición, por el rostro erizado de barbas y la voz casi extinta del otro, que llevaba unos diez o doce días metido en el vagón. Era obvio que ya se había hecho la idea de que iba a morir, de manera que era un moribundo sentenciado por sí mismo, que había venido matándose desde dentro, y ya no le quedaba mucho de humanidad, sino sólo una vida anímica que hablaba con la misma mecanización con que ladra un perro, y que finalmente no tenía ya el menor interés en angustiarse. Era como un muerto en vida, pero no era un fantasma, sino más bien un animal al que le han quedado vestigios de un alma. Así que Dolores determinó que no valdría la pena obtener algún tipo de información a su costa. En esos momentos el vagón detuvo su rumbo errátil. La mayoría de las veces sólo se detenía a tomar combustible. Los tubos de luz ahora eran de un color anaranjado, y estaban tan oblicuos que las siete monedas no estaban en el piso sino en la pared contraria y eran ovaladas. Afuera, luego de unos cuantos ruidos de puertas a cerrar, se oyeron unas voces de mando dictadas por alguien que se notaba llevaba mucho tiempo en el mando, pues aún cuando no ordenaba, había en la voz un tono imperativo. Dolores puso el oído en la pared del vagón desde donde se escuchaba mejor. Así pudo descubrir que él y Amado eran los últimos de una acción que había sido ejecutada desde hace un mes. Pudo anotar que además de este vagón habían otros y que éste y otro eran los últimos en terminar la misión del mes, la cual no había terminado porque el último hombre que atraparon era un tipo muy importante y las operaciones fueron suspendidas por varios días. Al parecer uno de los implicados quería terminar ya la operación y se desató una pequeña reyerta. Después hubo una breve conversación pero más alejada, casi inaudible, de carácter instructivo, llevada a cabo por uno de los que estaban al mando con otro que debía ser un subalterno por la sumisión de la voz y por una subordinada frase de aprobación que se reiteraba. Luego se escuchó unas ráfagas en sordina de ametralladoras. Tras esto, la marcha fue reanudada.
Dolores supo con sorpresa que entonces llevaba cinco días metido en el vagón. Sin dudas se referían a él como el “último”, y que el otro en efecto llevaba semana y media. Aquella conversación por más que los secuestradores la hicieran al descuido, Dolores pensaba que era una treta para que los atrapados la escuchen y la misión tenga el resultado esperado. Además de los rumores en la ciudad donde escuchó a alguien hablar de la “técnica alienante”, y por lo escuchado a través de la pared del vagón, dedujo, que una vez atrapados, los prisioneros eran mantenidos con vida en un vagón errante para ir condensándoles el miedo y la angustia hasta degradarles la moral a un nivel tal que ya sus vidas les resultara un estorbo, mecanismo mediante el cual procuraban inducirlos a quitárselas. A los que no tuvieran el arrojo de tomar un casco de botella para quitarse la vida, los ejecutaban oportunamente o los liberaban, dependiendo de las circunstancias o del ruido que hayan hecho sus familiares. Cuando no eran ejecutados, en el mejor de los casos, los desaparecidos eran encontrados en estado deplorable, enajenados, convalecientes y nómadas, en cualquier punto más o menos habitado de las zonas rurales. Muchos morían tras haberlos hospitalizados. En algunos casos sus familiares los hallaban meses después de haber sido liberados, en otros casos no eran hallados nunca y quedaban deambulando como seres anónimos y sin rumbos, tenidos por locos en las zonas donde fueran hallados. Y así se fue tejiendo una red de desapariciones y posteriores encuentros que dio pie a una sarta de conjeturas en la que se aventuraban tanto ideas razonables como absurdas.
Después de aquella vez que Dolores escuchó la conversación, por cada día transcurrido metía una colilla en su bolsillo. Había contado ocho colillas cuando una noche el vagón se detuvo. Las siete monedas eran recortadas suavemente contra el piso, eran de una luminosidad mágica y azulosa. Dolores pensó que debía ser una noche diáfana, transparentada por la mirada de una enorme luna personal que se suspendía sobre el vagón como un gran ojo que fuera el testigo nocturno de su adversidad, sentía esa mirada caída desde el mismo centro del cielo, la mirada de un dios inconmovible y cruel concebido por un estado de conciencia ya muy alterado. Afuera hubo un intercambio de palabras confusas. Dolores pensó que debía ser un cambio de personal. Pero no. Abrieron el portón y con un chorro de agua templada asearon el vagón. Dolores pudo saciar su sed y con algo de esfuerzo hizo que el otro tomara unos cuantos sorbos. Uno de los hombres con mascarilla subió al vagón e hizo una breve inspección, se inclinó para verificar si ambos respiraban. Se incorporó y salió. Después Dolores sintió una lluvia de caramelos que lanzaron poco antes de cerrar el portón. Para entonces ya Amado tenía una voz casi inaudible, y sólo daba respuestas monosilábicas, maquinales, sin ninguna preocupación juiciosa, que eran más bien respuestas que Dolores le hacía dar respecto a su familia, a su vida, para mantenerlo sujeto a su condición humana y para evitarse él mismo pensar mucho rato. Aunque a veces se decía que era más apropiado pensar para preservar el alma atada al cuerpo, por lo general creía que lo más perjudicial en ese caso era pensar, pues lo conduciría inevitablemente a la resignación y posteriormente a la muerte en vida que padecía el otro.
Dolores pensó en las preocupaciones de su madre y se vio a sí mismo desde sus ojos, compartió su dolor y su soledad y desde allí lo embargó la impotencia de no poder comunicarle al menos que ya su hijo había muerto para liberarla de la angustia que él había reconocido al principio. Lloró, tras lo cual tuvo la impresión de que sin dudas terminaría aceptando su muerte, dócilmente como el otro, sin protestas. Entonces determinó escapar; había reconocido en sí mismo el proceso por el que había pasado Amado Sánchez: ese gran vacío que provoca el desinterés por la vida a fuerza de resignación. Peleaba contra eso. La resolución era poner sus razonamientos por debajo de sus instintos, y someter estos ante la inminencia de un peligro. Era imperativo meter en su cuerpo la sentencia de escapar en cuanto abran los dos portones del vagón y dictaminó hacerlo sin reparar en el desenlace. En todo caso es mejor morir siendo un humano. En efecto, no era ya una propuesta sino un veredicto: se abalanzaría con irreflexiva voluntad hacia los guardias, aunque disparen. Y se dio un trago del “doce años” como si con eso a la vez que sellara un pacto apagara sus reflexiones.
A la décima noche el vagón se detuvo, y abrieron unos tipos con mascarillas antigás y linternas. Dolores apenas observó que tomaron a Amado, quien no tenía ya fuerza física para resistir, mucho menos fuerza moral para protestar. Dolores, que estaba acostado, logró sentarse, pero lo hizo sin mucha conciencia, de un modo más bien instintivo, tal vez porque en sus músculos quedaban residuos de la orden con la que había sentenciado la acción de escapar unos días antes, salvo que ahora, a esa resolución le faltó voluntad, o tal vez se había eliminado la determinante coordinación negociada entre alma y cuerpo que requiere un hombre para ponerse de pie y apresurarse sobre sus enemigos y luchar por su existencia. De manera que se mantuvo viendo con pasividad como sacaban a Amado del vagón, quien se dejaba conducir sin más estorbo que el de la torpeza que ofrece un cuerpo sin alma, un animal doméstico que no sabe a donde lo llevan, ni para qué. Tras cerrar el portón no hubo más que cierto jaleo, el sonido del motor de arranque y luego en marcha del vagón, que volvía a emprender la trayectoria inocente, serena y aleatoria. El vacío de Amado se sintió enseguida, pues el vagón pareció enfriarse. Dolores se envolvió con sus brazos y lloró. Fue la segunda vez que lloró, pero ya no supo porqué.
Habían transcurrido unos cuantos días, eso ya no importaba. Dolores había perdido la cuenta y el interés por ella cuando volvieron a meter otro hombre. Éste había puesto una resistencia tan tímida que ni siquiera hubo que sedarlo. Sólo una vez dentro empezó a golpear las paredes del vagón a tontas y locas. Al fondo una voz carraspeó.
—¿Quien está ahí?—preguntó el recién llegado, poniendo un falso malhumor en la voz.
Dolores, tras torpes intentos, hizo luz con la encendedora y preguntó con una voz pobre, adaptada ya a la atmósfera de los difuntos:
—¿Tienes cigarrillos?
—No— y siguió un silencio eterno—…pero me dieron esta botellita de ron, según ellos doce años —dijo el nuevo extendiendo la botella, comprendiendo la urgencia del otro. Dolores estiró el brazo pese a que todavía en la otra botella quedaba ron, como si ya lo hubiera olvidado, como si ya hubiera perdido interés en las cosas mundanas. Aceptó la nueva botella porque lo impulsó la molestia terrenal que era la sed, fue más bien un reclamo del organismo. Alcanzó la botella y la tomó con torpeza, tras lo cual se dio un largo trago. Pero la bebida ya no le resultaba ardiente, no era más que un simple líquido templado tal vez ligeramente amargo. Después se tocó el pecho como al principio, cuando sentía la angustia, pero ya no sentía nada, ni siquiera se sorprendió de haber sentido un cuerpo ajeno, como si lo que tocase fuera una masa a la que ya abandona y que acaso ya no tiene conocimiento de que alguna vez ocupó.
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