La escuálida gata y sus dos gatitos atravesaron el jardín de la parte trasera de la florería de los Sánchez. El jardín estaba repleto de verdes plantas y flores grandes, hermosas. La familia de gatos se detuvo a descansar sobre el verde pasto en una esquina.
El señor Sánchez los alcanzó a ver desde la ventana, y salió dispuesto a espantarlos para que se fueran, pero se detuvo al ver que no maltrataban las plantas. Los gatitos al verlo salir, se levantaron rápidamente y se fueron. Al señor Sánchez le hizo gracia lo pequeños que eran y quedó con la boca abierta ante el sentido maternal de la gata, quien movía la cabeza a los lados como cuidando que nada les pasara a sus crías.
Los gatos regresaron los siguientes días y la Señora Sánchez, al ver que no maltrataban el jardín, tuvo la idea de ponerles algo para que se alimentaran. Así que una tarde, antes de que llegaran, acomodó cerca del rosal más grande del jardín, un posillo con leche. En esa ocasión bebieron la leche mientras los Sánchez los contemplaban emocionados.
Transcurridos los días, los Sánchez se fueron encariñando cada vez más con ellos, tanto, que les dejaron unos carretes de hilo y les colocaron unas mantas de algodón junto al pocillo de leche en una esquina del jardín a la sombra de un árbol para que descansaran.
Todas las tardes, luego de beber leche, los gatos comían croquetas, descansaban y jugaban con el carrete jalando el hilo, empujándolo y enredándose en él.
Todo era felicidad y alegría hasta que una mañana nublada y lluviosa, el señor Sánchez encontró a uno de las gatitos inconsciente, tirado en las escaleras del jardín. Horrorizado y sumamente nervioso fue al almacén, trajo una caja y metió al pequeño animal. Le avisó a su esposa que iba en busca del veterinario y salió con el gato de prisa en su auto.
El veterinario lo recibió de inmediato y con cuidado comenzó a revisar al gatito. El señor Sánchez esperó detrás de la mesa donde el veterinario revisaba, ansioso de saber cómo estaba el pequeño felino. Ahí se dio cuenta de que se trataba de una gatita, a quien desde ese momento llamó Mimi, como su pequeña mimada.
Cuando el veterinario terminó de revisarla, le comunicó la mala noticia, la gatita tenía leucemia felina, y sólo contaba con dos opciones: dormirla para siempre o hacerle una transfusión. Mimi, blanca como la nieve, débil e indefensa ya se veía terriblemente mal.
El señor Sánchez, notablemente conmovido, decidió que no la dejaría morir y salió rápidamente a buscar un donante felino que le diera una poca de sangre.
Luego de dar vueltas y vueltas por el pueblo, buscando un donante por más de un par de horas, encontró en una de las bancas de la plaza, donde se detuvo a implorar al cielo no perder la esperanza, a un gato gordo, grande y negro, que pareciera que lo estuviera esperando, y que dócilmente se dejó llevar hasta el veterinario, echado en el asiento del copiloto de su auto.
El veterinario, sorprendido por la docilidad del gato, lo revisó y se dio cuenta que era totalmente sano. Mientras preparaba todo para la transfusión, el gato se levantó con la cola alzada y fue a donde estaba Mimi. El veterinario más que asustado pensó que la enorme bola de pelos negros atacaría a la pequeña Mimi, por lo que al verlo dejó todo y corrió para ponerla a salvo; pero, justo cuando se disponía a hacerlo, el gato se echó un lado de ella y la comenzó a lamer. Sin perder más tiempo, el veterinario comenzó la transfusión sin ningún problema y el gato negro se quedó sentado a un lado de ella. Cuando la transfusión terminó, Mimi fue puesta en una incubadora con oxígeno y pinchada con suero. Así tendría que estar por tres días.
El veterinario recomendó al señor Sánchez cuando se marchaba, que llevara al gato a donde lo encontró, puesto que era evidente tenía dueño por lo sano y bien cuidado. El señor Sánchez, triste por Mimi, hizo lo que le indicó el veterinario.
Los siguientes días, la señora y el señor Sánchez visitaron a Mimi por las mañanas. ¡Que pena tan grande les daba verla! Transcurridos los tres días angustiosos y difíciles en la incubadora, Mimi logró salvarse.
El Señor Sánchez se sintió aliviado, pero a la vez, también triste, pues debido a la leucemia sería una gatita burbuja, es decir, propensa a cualquier infección, y su tratamiento tendría que ser a base de grandes dosis de cortisona. El mismo día que se las entregó el veterinario, con el alma en la mano se la llevaron a una trastienda, para que ahí estuviera mientras se recuperara de la anemia.
Mimi sufría mucho encerrada, más por las tardes, cuando desde la ventana veía a su madre y hermanos en el jardín. Eran tardes angustiantes en las que no dejaba de maullar por no poder ir con ellos a jugar, a correr, a beber leche, a descansar. Pero ese no era su único sufrimiento, pues debido a su mal hasta le era difícil beber agua del pocillo, y sus lamentos salían como burbujas hasta quedar afónica de tanto llorar.
Cuando Mimi mejoró, el señor Sánchez la devolvió al lugar que la vio nacer, pensando que después de todo, era una “nacida libre”. Los siguientes meses fueron para Mimi de auténtica felicidad, jugaba con sus hermanos e imitaba a su madre en todo lo que hacía.
La señora y el señor Sánchez vivían con la angustia por su problema de la leucemia y de la cortisona para paliarle su mal, el cual, ellos sabían que perjudicaría su crecimiento.
Una tarde soleada y esperanzadora, el señor Sánchez la llevó a vacunar y pidió le hicieran nuevamente el test de leucemia. Su alegría fue enorme al saber que no tenía la penosa enfermedad. ¡Nunca la tuvo! Todo había sido un error debido a que el primer test había sido falseado por la anemia. Sin embargo, el daño de tanta cortisona en su desarrollo durante tantos meses ya estaba hecho. Mimi, aún y con todo este daño fue creciendo, afectada por uno que otro catarro o por heridas en las patas, cosas típicas de vivir al aire libre, pero que a ella le debilitaban más de lo normal.
Justo al cumplir un año de vida, Mimi tuvo que enfrentar otro problema, Koko, su hermano mayor, que tanto la había cuidado de pequeña, al igual que sus hermanos de camada, más fuertes y grandes, empezaron a rechazarla, quizás porque la veían más débil; aunque ella les daba mil vueltas en inteligencia, habilidades y cariño para la señora y el señor Sánchez.
Las persecuciones y los ataques contra ella cada día eran más violentos, tanto que la pobre se subía a un árbol para refugiarse. Ahí pasaba horas y horas sin atreverse a bajar. Eso era todos los días. Sólo bajaba cuando el señor Sánchez iba a buscarla, sabiéndose protegida.
Los señores Sánchez, cansados de tanta persecución, decidieron que lo mejor era que durmiera en la trastienda. Ahí al menos estaría a salvo de los crueles ataques. Pasó en la trastienda sus mejores momentos: cariñosa, juguetona, de continuos cierres de ojos a los señores Sánchez, quienes la adoraban; impresionados, se les caía la baba de verla.
Inimaginablemente para ellos, poco iba a durar aquella situación, pues a los cuatro meses le vino una diarrea tremenda y una extraña falta de apetito; la cosa ya llevaba tres semanas y no se componía. El señor Sánchez la llevó de nuevo a la consulta, pensando que con cualquier cosa que le darían se le quitaría el problema. Llegó entonces la peor noticia que podían esperar: Mimi sufría de una peritonitis infecciosa felina. La muerte era segura. El asqueroso “corona virus” iba a reventarla, pensó el señor Sánchez. Esa oscura y tenebrosa noche, el señor Sánchez lloró desconsoladamente. “¡Cómo era posible aquello!”, se preguntaba una y otra vez, sintiendo cómo le envolvía la impotencia más grande: ¡su “niñita” herida de muerte!
Los siguientes días y noches, fueron para Mimi de un sufrimiento inimaginable, pues tenían que estar medicándola cada doce horas con la cortisona. Por la noche, el señor Sánchez cerraba el negocio a las nueve, cenaba y se marchaba corriendo a estar con Mimi hasta las tres o cuatro de la madrugada. El ver a su gatita empeorar y volverse un pellejito seco, era para él un tormento, una auténtica pesadilla. Qué horrible fue ver cómo se le hinchaba la pancita (o “el vientre”). El señor Sánchez tenía la ilusión de que al menos no sufría tanto, puesto que no gemía; aunque la realidad era que siempre estaba tirada y sin ganas de nada.
El domingo 10 de enero, sobre las cinco de la mañana, el señor Sánchez la dejó en su cama, tapada con uno de sus jersey´s. A las diez regresó a cuidarla, pero su “niña” ya estaba en cielo, tal como la había dejado cinco horas antes ¡Que desolación! Había cumplido un año, nueve meses y diez días.
El señor Sánchez, más que triste, la tomó de los brazos, envuelta en el jersey, y dio un paseo con ella por su jardín, alrededor de su árbol favorito. Las lágrimas de dolor se le clavaban al señor Sánchez, una tras otra en el corazón. Algunos vecinos, asombrados, le miraban desde sus ventanas, ¡pero qué importaba!
Los siguientes días, el dolor y la tristeza acompañaron a los señores Sánchez. Aunque tenían otros gatitos que cuidar, éstos apenas sobrepasaban el umbral como lo hizo ella, de ser algo más que un ser querido. Se les hacía doloroso entrar en la trastienda y no verla allí, con su mirada de chinita… Qué amargura. Ahora sus cenizas reposan en su lugar favorito de la trastienda, el sitio donde fue feliz.
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