Los ojos de manrrique -
Desandaba las calles sin prisa ni rumbo, gastando horas invirtiendo el tiempo en hacer nada, esperando que dios venga por él. El negro Manrique era algo así como el referente del pequeño pueblo de las Cortaderas, nombre, que en alusión al trabajo de los habitantes del lugar llevara su nombre.
Manrique nació allí, creció y se quedo para siempre en esa tierra que lo viera crecer pobre y solo, guacho y sin un techo que lo abrigara cuando de pibe dejara la salud de sus huesos hoy doloridos y retorcidos en los pantanos de totora y nutrias.
Manrique sabia de todo un poco, Hasta vivir, aunque pareciera lo contrario, escuchaba y después hablaba de todo dando su parecer del mundo, de dios y de los hombre, siempre andaba leyendo pedazos de diarios y hojas de revistas que a su paso juntaba y otras que se llevaba de la peluquería del gallego Fernández, el que caprichosamente se ofreciera cortarle el pelo, pero para ello el negro Manrique tenia su negativa y una repuesta a flor de labios -cristo andaba predicando sin importarle su cabello- y se marchaba riéndose, llevando montado sobre sus hombros un tablero de pintor y un montón de cacharros, pinceles, pomos de colores y frasquitos de acuarela - para darle color a la vida- como solía decir cuando le preguntaban –¿adonde vas Manrique-
Por las tarde cuando la noche amenazaba dejarlo mas solo y mas abandonado entre las sombras y sus pesares, entraba despacito escondiéndose de las miradas y buscaba una mesa en el rincón mas alegado del boliche del turco Amet, un plato de comida y un vinito tinto, un pedazo de pan y alguna que otra fruta era su cena y después se quedaba silencioso y quieto asta que se fuera el ultimo parroquiano. Él turco le dejaba las llaves y se quedaba limpiando y acomodando el desorden del día, con trabajo agradecía y devolvía los favores y la bondad del turco. Manrique no tenia por quien llorar ni a quien amar pero rezaba a dios de rodilla y pedía por los niños y los pobres, por los viejos y por ese mundo que se le presentaba violento y gris a través de esos pedazos de diarios que guardaba como único bien, su única y mas preciada posesión.
El cura Gerardo le ofrecía techo y abrigo,- acá va estar mejor- le decía casi con un ruego, Manrique se detenía, le agradecía, luego se persignaba y continuaba su marcha hacia ninguna parte dejando tras de si un cristo de madera que lo miraba con piedad desde un altar de brillos y vanidades.
Sentado en la plaza cruzaba sus delgadas piernas y miraba un paisaje conocido, un retrato quieto y perpetuo que guardaba en su corazón, reteniendo rostros y sucesos pasados, de ayer nomás de aquí cerquita en el calendario imparable del tiempo. En su mente desfilaban figuras que ya no estaban entre los vivos , el gordo García, el chueco Martines y el tano gritón, el loco Scaravese y el polaco Yacof, timberos de trucos por las tardes y pensadores de ajedrez inconclusas cuando las bochas apuraban los pasos hasta la canchita entablonada , plana y perfectas por el cuidado esmerado del Cachimba, bicicletero del pueblo que en un incansable andar pasaba la bolsa de una punta a la otra dejando el suelo como un billar para que después de un solo bochazo se fuera todo a la mierda, mientras el Cachimba los putiaba por su querida cancha. Ya no estaban, habían partido para siempre dejando la plaza desolada y silenciosa en un marco espectral, en una quietud donde las voces se volvían tenues bullicios en los oídos del pobre Manrique que al dolor le ponía una mueca de risa humedecida de lágrimas y un tenue gris de nostalgia
Manrique pintaba la vida a las orillas del rió y del los bañados en paisajes de hombres de rostros partidos, niños descalzos y mujeres encorvadas por el peso de los atados de juncos y por ese dolor de ser lo que nunca dejarían de ser.
El negro dejaba en cada paño un retaso de vida donde los ojos prevalecían tristes, pintaba y retrataba el dolor sumándole su propio dolor, un ocre de tierra con rojizos reflejos de sangre desramada resaltaban poniéndole un contraste de colores apagados carentes de luz, pétreos e inmóviles.
Manrique guardaba con celos sus pinturas dentro un cajón el los fondos del boliche del turco, debajo del catre que velaba sus sueños de verdes y rozas, de esperanzas y cambios.
Su pueblo, su espacio, el lugar en que decidió morir se iba quedando sin risas sin alegrías. Los jóvenes partían y los viejos se consolaban recordando tiempos mejores, tiempos de bonanzas cuado el trabajo valía, antes que los trenes dejaran de pasar, antes que la ruta los escondiera en las lejanías de las distancias, cuando las aguas de los ríos eran transparente, antes, cuando la tierra era de todos un poco, antes, cuando solo con vivir se alcanzaba la dignidad, cuando aun no se habían olvidados de ellos.
Manrique retrataba el abuso y los alambrados, las topadoras y cuando los árboles caían y los pájaros partían para no volver, pintaba garzas y nutrias muertas a las orillas de los esteros secos y sedientos de agua, agua arrasada y sepultadas por el arrastre impiadoso del desmonte. Manrique pintaba llanos desolados e insipientes de verdes uniformes sin hombres labrando, sin anchadas ni palas, solo metal, solo maquinas asestando infligiendo dolor a la tierra sin piedad, a su paso, maquinas frías y metálicas, indiferente al dolor, indiferente a la tierra que sangra muriendo de apoco, quebrándose golpe a golpe, secando gota a gota la savia irrecuperable, sin polen ni mariposas, sin girasoles persiguiendo al sol con sus grandes ojos anaranjados y ciegos buscando un poco de luz,
Manrique bajaba los brazos,, retenía formas desconocidas de su memoria y hurgaba en la paleta adivinando colores que describieran los que sus ojos asombrados ya no entendían, y se decía- cuanto verde, cuanta distancias de símil y caprichoso verde, a Manrique le sobraban los colores, el rojo de la rosa y el ocre de la tierra, el azul del agua y el vuelo imaginario de las aves y el sonido grabado en la quietud del aletear de teros y garzas carreteando para remontar el vuelo, A Manrique le sobraban los colores y guardo los pinceles y los colores ya inservibles junto a sus cuadros en donde sucedía la vida, en donde retenía el tiempo y echara a andar su imaginación .
Y se fue secando como las acuarelas, se fue muriendo al tiempo en que moría el paisaje, y los verdes avasallaban todo, uniformando las formas y matando la tierra, verdes de soja, la que deshoja el bosque, la que deshoja la roza, la que reseca la tierra y sepulta el polen.
Manrique murió una noche en el cuartito del boliche del turco donde hallaron sus cuadros debajo del catre y un auto retrato sin terminar en el que se lo veía con las manos atadas y los ojos vendados. Dicen aun hoy los que lo conocieron que Manrique murió para no ver tanta desolación y con las manos atadas para no pintar tanto dolor…. Tanta desolación…
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