Me senté bajo las palmeras para escribir el cuento. A pesar de la somnolencia, comencé. Se mojó los pies con las olas antes de zambullirse, con esa zambullida esperaba ahuyentar una angustia imprecisa que le ahogaba. Bajó su cabeza y observó una moneda incrustada en la arena. Se le aclaró la causa de su zozobra: en tres horas debía cancelar la deuda. Desistió del baño y fue a la casa de empeño. Necesito un préstamo –dijo al prestamista. ¿Qué dejas en garantía? –preguntó el comerciante. Sabiendo que carecía de cualquier cosa para la garantía, respondió tajante: a mí mismo. Eso no es posible, debe dejarme algún objeto de valor, de lo contrario, no le daré el préstamo –afirmó el prestador. Ante aquella firmeza, Jacinto titubeo…, luego se lanzó al ruedo en súplicas y ruegos: es un asunto de vida o muerte, no puedo salir de aquí sin ese dinero, seré su esclavo, su lacayo, por el tiempo que deseo, pero necesito ese dinero… –dijo juntando las manos. Así sería el tormento que vio en aquel rostro que el comerciante accedió a prestar el dinero. ¿Quieres café? – me preguntó mi hermana. Los cocotales batían sus alas y el sol macizo coloreaba el mar. El café me espantó la modorra. Jacinto escuchó las seis campanadas. Tan sólo le quedaba una hora para cancelar la deuda. Sudando y nervioso, llegó a su casa. La suegra y la cuñada sollozaban a la puerta del cuarto matrimonial. Con un gesto indagó por el estado de su esposa, con otro gesto las dos mujeres indicaron que había llegado el fin. Trajiste el dinero – le preguntaron de inmediato. Si – fue su respuesta y entró al cuarto. Se sentó al lado de su esposa, apretaba un Nuevo Testamento con su mano derecha, él le dijo al oído: cariño, ya te traje el pago. Ella lo miró, aflojó el Nuevo Testamento y expiró. ¿Vas a comer? –me gritó mi hermana desde dentro de la casa. Me dispuse a comer. El pescado asado siempre es un buen plato. En la siesta me vino otra vez el adormecimiento. Debía terminar el cuento, tan sólo me quedaba media hora para ello. Jacinto salió cabizbajo, pero, extrañamente, complacido. Su esposa ya no quedaría atada a esta tierra por mi deuda –se decía una y otra vez, mientras se dirigía al prestamista. Acordó con éste el tiempo que le serviría para cancelar la deuda. Volvió a la playa. El sol ya se había ido. Se zambulló, el movimiento del mar era como luces fugaces en todas las direcciones. Jacinto nunca salió. Hermano, preguntan por ti en la puerta – me dijo mi hermana casi en susurro. Vienen a buscar el cuento –me dije. Estimado lector, ¿qué me sugiere, lo entrego así o sigo para darle otro final?
|