Una nena de diez años, rubia y con una cola de cabellos en goma enmarcada, corría detrás de una esfera de plástico transparente, de esas que sirven para cobijar juguetes de niño, sonrisas infantiles, y encantamientos.
Vestidito blanco y carita de ensueño... Corría y levitaba en aires afables de noche, entre mesas de bares y conversaciones de adultos. Oía a unos hablar sobre las políticas del mundo, a otros de alienaciones y “stress”. Un moreno decía “un algo” de cinismos y espesuras mentales. Una melena rojiza renegó y cruzó, rápida, entre mares de acusaciones. Susurros a su paso. La vio pasar con los ojos – agazapados en la ígnea melena - agarrando con ansiedad esas lágrimas que intentaban escaparse.
Oyó, mientras sus rodillas se elevaban en la carrera, muchos “dires” y “diretes”; raspaban sus zapatos rosas, y esa árida montaña de dichos gemía bajo sus pies...
Corrió y su ánimo llegó triste a la bolita mágica; en ese camino de desdichas, cogió la esfera y la miró...
Un cielo índigo asomaba del otro lado del plástico y, detrás de las nubes blanquecinas que le hacían cosquillas al césped de la tierra, una mariposa de alas rojas y grandes, alzaba el vuelo y se perdía.
“Cómo me gustaría ser como ella” pensaba y, mientras soñaba con espacios gloriosos, una lágrima garabateaba soledades en su mejilla.
Pero la noche es una gran capa negra que esconde misterios entre sus pliegues; en una esquina, chorreado el cuerpo por la luz de un farol, un viejo mendigo de ojos turquesa, observaba a la niña y su juguete.
Colgaba de su boca la sonrisa que tienen aquellos que llegan al final de una espera, o de una búsqueda, o de un milagro...
En la cara del anciano la alegría rozó la nariz y abrillantó miradas: con halo triste la niña cruzaba la calle. Esa donde moraban tantas desgracias y tantos desengaños... Sus propias desdichas: dibujadas en un anhelo de libertad y en una mariposa de sutil vuelo. Miró la esquina hacia esa niña y su vestidito blanco.
Un hechizo se activó.
Donde se hallaban mendigo, esquina y mundo, la oscuridad los arropó mientras esa neblina cubría los zapatos rosados de la chiquilla.
Entonces, un trepidante estruendo surgió de la tierra, recorrió las cimientes de las realidades y deshizo raíces de nudos arcaicos.
En la bola de plástico, una niña alada reía a una tierra fresca y azul de malvas de fantasía: en la mirada de la criatura, allá en sus ojos de oro fundido, se reflejaban sonrisas pintadas en cal viva, sanando... Armonías de vidas en constante renacer.
Y en los ojos de un mendigo se sostenían todas las miradas de ese Universo: en una ciudad, en una plaza, en una bola de plástico, en unas manos de niña... Estáticos, en tiempos rotos y vacíos, maniquíes sagrados de otro “ahora”, almas errantes de una existencia de azules de malvas y alas porosas.
Ya no hubo soledad, ni tristeza, ni desencuentro: la maravilla los había absorbido como si fueran gotas de ella misma que debía recuperar, retazos de su propio cuerpo que habían estado perdidos y que por fin retornaban.
La esfera rodó después por las calles grises, brillaba de a ratos, llamaba de ese modo a las almas sensibles que aún quedaban por rescatar.
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