La niebla era tan espesa que le impedía distinguir con claridad la silueta que se dibujaba escasos metros frente a él, pero aun así podía percibir cómo la suave brisa mecía el cabello que estaba exageradamente más largo de la última vez que se habían encontrado. La corriente hizo llegar hasta su nariz el mismo aroma hostigante a anís que antaño le fascinó tanto y que ahora le traía a la mente tantos recuerdos casi olvidados. Inmediatamente fue invadido por una nostalgia que hizo que un par de lágrimas desbordaran sus ojos.
El amanecer comenzaba a notarse, así como la neblina comenzaba a disiparse lentamente, siendo cada vez más fácil distinguir los rasgos que perfilaban un rostro ya no tan joven como el que recordaba, pero igual de interesante. Mientras la bruma se esparcía, pasaron por su mente uno a uno todos los días que había pasado en su búsqueda, desde su desaparición tan repentina y sin rastro. No podía creer que después de tantas noches sin dormir y tantos días de angustia, lograba de nuevo estar parado frente a ella. No podía creer que después de tantos años de buscar, por fin tenía, una vez más, la oportunidad de mirarla a los ojos y decirle que la amaba.
Aun tenía el celular en la mano, pegado a la oreja. Quiso avanzar hacia ella, abrazarla y preguntarle “¿Cómo has estado?”, pero sus piernas no le respondieron. Trató de decir algo para que no se marchara nuevamente, para que supiese que la había reconocido, pero su voz no le salía de la garganta. Su mente estaba confusa, llena de recuerdos que desfilaban rápidamente, enredándose de la misma manera en que se habían enredado sus vidas. “Nuestras vidas se han cruzado, pero en ningún momento se han unido. Confío en que el destino será generoso y hará que nuestros caminos vuelvan a entrelazarse” Fue lo único que decía la nota que dejó para calmar su corazón y la razón para descartar cualquier tipo de accidente que le hubiese impedido regresar a casa.
Pero el destino realmente había sido generoso durante la espera. Le había regalado el amor de una gran mujer que lo acompañaba en todo momento, que lo apoyaba y lo entendía. Una mujer que lo amaba aun sabiendo que él no le correspondería nunca. Aquella que se volvió su esposa y la madre de sus hijos, sólo porque él decidió desistir de la espera. Le había dado hijos maravillosos e incluso nietos. Pensó en ellos y se sintió culpable de estar allí. Por unos segundos deseó que aquel momento fuera sólo una pesadilla, que no estaba parado ahí frente a ella realmente, que aun no había vuelto. Pero era de madrugada, y el intenso frío de primavera le aseguraba que todo aquello era real. Entonces se creyó que la culpable era la mujer que tenía enfrente.
Desde el comienzo, era ella quien se le había acercado aquella tarde al salir de la universidad, preguntándole su nombre. Fue ella la que se había enamorado primero, quien lo sedujo y lo persiguió hasta enamorarlo. La que tomó la determinación de vivir con él. Quien le enseñó a amar, a odiar, a pedir perdón y discutir. A ser libre y a comprometerse de vez en cuando. Ella había hecho todo. Ella era la culpable. Ella lo había buscado y ella misma fue quien lo abandonó, sin dejar más que una insignificante nota para calmar su corazón herido, pero no lo suficientemente doloroso como para extinguir el amor. La odió en ese momento por ser la responsable de todo aquel sufrimiento. Por haber desaparecido. Por haber regresado. Luego se odió así mismo por no haber sido capaz de retenerla a su lado. Por no haberle dado la importancia que merecía. Por no darse cuenta en qué minuto ella dejó de sentirse cómoda con su compañía. Y sintió pena por no conocerla lo suficiente como para saber lo que sentía.
En fin de cuentas, era él quien la había abandonado primero. Llegó un punto donde se había acostumbrado tanto a ella, que dejó de prestarle atención a lo que le pedía, no con palabras, si no en sus gestos. Pero no se daba cuenta. Siempre llevaba una sonrisa, a pesar de todo. Incluso cuando discutían, sonreía y asentía a todo lo que él quería, aun cuando realmente estuviera equivocado. Pensó en que tal vez eso era lo que nunca pudo soportar. Cada vez se sentía más miserable. Quizá también era así en la actualidad, con su mujer, y no se daba cuenta de aquello.
Cada vez la niebla se hacía más escasa, pero aún era bastante y no permitía que distinguiera con claridad su rostro. Ella estaba ahí, inmóvil, con el teléfono celular en la mano, aún sin cortar la llamada que había hecho que aquel hombre que tenía enfrente, se levantara minutos antes del amanecer para encontrarse con ella en la calle delante de su casa. La miraba con nostalgia, como si sus ojos lucharan por no soltar las lágrimas encerradas desde hace años. Y era lógico. Ella lo había abandonado, sin decirle nada. Porque era joven, con aires majestuosos de libertad, por encima de todo el amor que podía llegar a sentir. Porque se sentía atada a un hombre que no le prestaba más atención que en la noche, al hacer el amor, y por la mañana, al despedirse para ir a clases en la universidad. Soportó hasta el último momento. Tristemente, sabía que sus sonrisas no durarían para siempre, por lo que decidió marcharse. Había considerado decirle que conoció a alguien que sí la tomaba en cuenta, así, por lo menos, la olvidaría. Trató de decirle de mil formas que quería marcharse, pero jamás la tomó verdaderamente enserio, por lo que sin explicaciones, dejando que su imaginación pensara lo que quisiera, se marchó dejando una nota para que no la buscara.
Pensó que jamás regresaría a aquel pueblo. Que pronto olvidaría el amor que la embobecía y que no volvería a sentir la necesidad de estar junto a él. Viajó durante muchos años sin querer situarse en ninguna ciudad. Conoció muchos países, de diferentes culturas y lenguas, muchas personas y muchos hombres. Hombres que querían dejarlo todo por ella, que eran capaces de seguirla hacia donde ella fuera si lo permitía, y que la hacían convencerse cada vez más de lo mucho que amaba a aquel hombre, al que había abandonado en una ciudad a la que podía retornar cuando quisiera. Pero su orgullo era mayor que su amor, y cada vez que pensaba en regresar, se convencía así misma de que jamás sería perdonada.
Pero había vuelto, después de todo. Después de haber vivido todo lo que podía haber vivido, estaba de vuelta. Arrebatadamente, tomó el primer avión que la trajera de nuevo a la ciudad en la que todo lo había dejado. Al llegar, se hospedó en un hotel cercano donde se quedó durante un par de horas, llamó al mejor amigo de juventud de ambos, con el que nunca perdió el contacto, y le pidió algún número con el cual poder contactarlo. Entonces salió del hotel y cogió el único taxi que había en la calle a esa hora de la madrugada, cuando aún no había esperanzas de que el sol saliese, y se dirigió a la dirección de aquella casa, en la que se suponía que ya no debería haber vivido. Llamó al teléfono indicado y se llevó la sorpresa de su vida: Él aun vivía allí.
Lo vio salir arrebatadamente por la puerta, como si hubiese esperado por ella todo ese tiempo. No esperaba verlo. Sólo planeaba llamarlo y decirle que lo sentía mucho, que no quería llegar a su vejez sintiendo que era odiada por un antiguo amor, decirle que estaba arrepentida, pero que ya era muy tarde para volver a su lado. Pero no se le había pasado por la mente que él aun estaría en esa casa. Debería haberse mudado, para intentar olvidarla. Pero no sólo seguía recordándola, si no que, además, continuaba esperando a que regresara. Y ahora lo tenía ahí, tan sólo a pasos de ella. Vacilando entre correr a sus brazos o volver a huir.
Un nudo se apoderó de su garganta cuando la bruma desapareció. Sus miradas se cruzaron nuevamente. Y las emociones que habían sentido en la juventud ardieron otra vez. Lo amaba y estaba segura de que él también lo hacía. Notó que llevaba el pelo más corto que antes, tal vez para que no se notara su paulatina pérdida de cabello, que el color castaño de sus sienes comenzaba a tornarse gris con los años y que su rostro estaba surcado por profundas líneas de expresión. Ella en cambio, había optado por la tintura de cabello y cremas faciales. Miró sus manos, y distinguió un grueso anillo de oro. Estaba casado. Un par de lágrimas rodaron por sus mejillas cuando él comenzó a acercarse lentamente. Y el taxi que aun esperaba ahí, encendió el motor.
Ella, sin embargo, subió nuevamente al auto, y le dijo al chofer que se alejara lo más rápido posible. Él quedó paralizado, viendo como el automóvil desaparecía en una esquina. Cerró los ojos, luego miró al cielo y esbozó una triste sonrisa. “Tal vez así se sentía ella” pensó. Y entró a la casa, donde, en la cama, permanecía dormida la mujer que había esperado junto a él tantos años.
|