Bien lo recuerdo, eran las 3:25 de la tarde—una tarde hermosa. El cielo estaba azul, como el azul más puro que se pudiese imaginar. Un par de nubes recorrían esa gran carretera añil. Desde mi posición, a más o menos 200 metros de alto, podía ver como las sombras gigantes de las nubes ocultaban y refrescaban un pueblo no muy grande, pero rico en minerales. Extraían Sinthros, mineral usado para armas laser y armaduras biomecánicas—sin duda un mineral extrañamente fuerte—, Culkrin, un aditivo fósil para vehículos terrestres—sin duda mejor que el petróleo refinado y menos contaminante—, y también Oxhydran, que era para la fabricación de purificadores de agua.
La gente, aunque poca, se dedicaba a la minería. Era gente fuerte, dedicada, pero con la particularidad de inventar y modificar la realidad a través de palabras. Yo llegué hace 8 días. La gente me miró como si fuera un extraterrestre, mi misión era simple: investigar las discrepancias energéticas de las montañas de ese sitio. Mi SCF-7540—un vehículo todo terreno un tanto grande—llamaba la atención de la gente. Seguí mi camino a la montaña, un camino pedregoso, peligroso y cuando llovía, resbaloso. Me tomó 5 horas llegar a mi destino en lo alto de la montaña donde era esperado en una pequeña choza de madera. En la casita, una anciana—de muy buenos modales—me atendió. Pase una noche ahí. A la mañana siguiente, el nieto de la anciana me conto relatos extraños del lugar donde iba a pasar una semana.
El joven se veía fuerte y sus facciones denotaban una gran experiencia a su corta edad. Me miraba como si nunca hubiera visto a un ser humano en su vida. Quizás era mi juventud, o tal vez mi tono de piel–más clara. El chico afilaba su machete. El sonido de su lima deslizándose en el filo de su sable me despertó por la mañana. En la cocina, su abuela me sirvió un gran plato de comida que no había probado antes. Me dijo: “debe estar fuerte, sentirse fuerte, y tener mente fuerte. Esta comida le dará energías para su recorrido, lo demás depende de usted; mi nieto le acompañará al sitio”. Caminamos por tres horas para llegar al lugar de exploración. El joven me ayudaba con mi equipo. Descansamos cerca de un manantial para refrescamos y luego continuamos.
Eran ya las 11 a.m. cuando el joven y yo llegamos a mi destino. El lugar se contrastaba con la bella naturaleza que me rodeaba durante el recorrido. Era un mar de piedras, sin árboles, con una corriente de calor horrible. El suelo estaba erosionado, muerto. El lugar—se suponía—existe gracias a la atracción gravitacional de la tierra, un meteoro chocó en este lugar. El cráter se extendía a través de la planicie a unos 10 km a la redonda. El joven titubeó en seguirme, me dijo: “lo espero acá, en la sombra, es probable que ni regrese. Pocos lo hacen”. Sus palabras llegaron a mí como un puñetazo, me indujo a sentir curiosidad y miedo.
Abrí mi maletín, escribí las coordenadas que mi GPS me marcaba. Hice un dibujo a mano de lo que me mostraba el gadget e hice unas notas acerca del lugar. Desempaque mi cámara y mi medidor de radiación. La otra Maleta no me hacía falta por el momento, sólo iba a reconocer mi nueva oficina al aire libre. Comencé a caminar, brinqué un pequeño muro empedrado y el suelo caliente me hizo sudar, sudaba mucho. Caminé y mis lecturas de radiación dieron negativo hasta haber caminado al menos 5 km, después se apago. Alcé la mirada y a lo lejos pude ver algo, como un monolito de luz.
Poco a poco me acerqué a ese desconocido habitante, me sentí como si caminara en la oscuridad, sentí miedo de qué pudiera pasarme. Ya antes, como científico, me había enterado de varios casos en los cuales restos de meteoritos habían dejado, por su extraña fuerza, a gente mutilada, deformada, loca, sin recuerdos. Quizás la muerte hubiera sido mejor para esas personas. Mientras caminada, volteé hacia atrás como esperanzado que alguien pudiera detenerme para no llegar a ese inquietante e inmóvil ente.
Al acercarme me di cuenta que era un cristal gigante. En su interior brillaba una luz hermosa, pero que estremecía a la vista. Mis piernas temblaban y sentía—a pesar del calor—un frio que me recorría la espalda. Este extraño objeto estaba clavado en el suelo. De este cristal sobresalían más, como protuberancias; como ramas. Me sentí paralizado y abstraído en el gigante, su brillantez me hipnotizó, me sentí cansado. Y de repente caí en un profundo sueño.
Tenía un rifle en las manos. Las órdenes fueron claras: matar a todo lo que se mueva que no sea humano. Recuerdo las caras de esos estúpidos aliens: no tenían boca, eran altos—unos 3 metros en promedio—con colores verde pasto, rojos y negros. Los rojos eran menos, y, por lo tanto, los capitanes. Una armadura como de cristal rodeaba su cuerpo. Tenían tres dedos gigantes en las manos y enormes garras. Sus pies estaban divididos en dos dedos con garras. La piel de los sujetos parecía la de un cocodrilo, era escamosa; también dura.
El coronel me dio un rifle Vac-50-50, “el limpiador” como le llamaban los soldados. Llené mis bolsillos con recargas para el rifle. El plan era fácil, bajarse de las unidades, matar lo que estuviese a nuestro paso y colocarnos—los francotiradores—en lo alto de los edificios.
Cuando la puerta del convoy se abrió, salimos corriendo. Yo poseía dos pistolas viejas. Las había encontrado en una tienda de antigüedades. Decía Colt Pyton Ca.45mm, era muy efectiva. Nos abrimos paso como si una segadora estuviera cortando pasto. Los tiradores a distancia íbamos en la línea trasera. Las primeras unidades se fueron desplegando en los edificios, hasta que llegué a mi posición.
Cuando estaba en la cima del edificio, vi como las unidades terrestres avanzaban. Miraba como se abrían paso entre la multitud de invasores. Cuando estaban a punto de tomar la base de esos malditos, se escuchó una horrible explosión. Cerré los ojos debido a la cegadora luz del estallido. Cuando los abrí no quedaba nada. Los enemigos yacían mutilados en el suelo, de mis compañeros no quedaba ni uno, más que los que estábamos en los edificios.
De la nada salieron más aliens. Apunte mi rifle y comencé a disparar. Solo podía escuchar como retumbaban los disparos de los demás tiradores; podía ver como caían los enemigos uno a uno—aunque a veces dos al mismo tiempo. Una sombra gigante cubrió el espacio. En lo alto del edificio se encontraba un Titt-4N (titán) sobrevolando, buscando a los malditos francotiradores que asesinaron a sus soldados hijos de puta. No recuerdo haber visto uno de esos desde hace mucho. Un estruendo horrible retumbó, derribó y destruyó dejando escombros, cadáveres incinerados y edificios hechos añicos.
Me detuve para recargar y miré arriba. Un rayo gigante cayó al suelo, levantándolo, tirando más edificios. Sólo recuerdo ir cayendo, chocando con los escombros resultado del sísmico poder del disparo de esa nave. De ahí nada, todo se puso negro.
Desperté, mis manos estaban inflamadas, mis piernas estaban presionadas por escombro. Frente a mi estaba un cráneo humano. Grité de dolor, lloré; pero sin resultado alguno. Me encontraba solo. Pero sentí la necesidad de platicar, ese cráneo era mi único amigo.
Me encontraba solo; me sentía inútil y con hambre, yo miraba a mi camarada sin cuerpo y le dije con voz grave: “¿cómo llegaste aquí?”. Callado, me miraba; mi acompañante desde hace tres días.
Platicábamos. No me respondía. “Sé muy bien que estoy al borde de la locura”. Le dije a mi depauperado compañero. “Llevo aquí una semana, atrapado, a oscuras; sin comida. No he comido en tres días”.
Mis labios se sentían resecos y mi boca áspera. Sólo quería morir. Las ratas chillaban como si dieran órdenes de roer mi cuerpo. Tenía las manos muy lastimadas, mi pistola se ha vuelto inútil; mi pequeño machete también se ha visto inhabilitado.
Recuerdo cuando llegue aquí. ¿Lo recuerdas compañero? –Le dije a mi descarnado acompañante. Me encontraba en el segundo piso disparando mi rifle. Asesinando a esos malditos. Recuerdo haber volado a la mitad a unos cuantos; otros sólo la tapa de los sesos—en ese momento solté una risa horrible, quizás producto de mi inevitable locura.
De pronto escuché como algo—o quizás alguien—movía los restos de lo que alguna vez fue un edificio. Con un dolor horrible levante mi arma y apunte hacia donde estaba el ruido. La luz del día me deslumbró, pero no dejé de apuntar. Eran esos malditos. Me apuntaban con su arma; disparé la mía, pero fallé. Me apuntaron con sus armas, un grito horrible se escuchó…
Era de noche. Desperté por el repentino frio que se siente cuando se le vacía un balde de agua helada a alguien. El joven—que no había querido acompañarme—me despertó. Gracias a él esa horrible pesadilla había terminado. Me sentía débil, sin ganas, quería que ese sueño hubiera terminado en la realidad.
El joven me ayudó a caminar a la casa de la anciana. Caí en la cama como piedra al suelo. Al otro día tomé la decisión de no volver a ese maldito lugar. Subí mis aparatos a mi vehículo. Recorrí hasta llegar a una loma donde podía admirar el pueblo vecino. Salí de mi camioneta, mire por unos segundos el pequeño pueblo. Después una sombra gigante—la desgraciada nave de mi sueño—destruyó el pueblo.
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