— Es un trato.
Dijo, lacónicamente, mientras guardaba el dinero en su billetera. Era mucho dinero, pero sólo era la mitad de lo convenido. La otra mitad, la recibiría cuando terminara el trabajo, algo que podía darse por descontado, puesto que siempre había cumplido. Eso le había dado un buen prestigio en el ambiente y le permitía exigir un precio elevado.
En este trabajo, particularmente, pondría en juego toda su profesionalidad, porque pretendía que fuera el último. Sí. Ya estaba cansado, hastiado de todo aquello. Quería retirarse a tiempo, antes de empezar a sentir remordimientos. Y la oportunidad se había presentado cuando aquel hombre, angustiado, solicitó sus servicios sin poner reparos en el costo.
— El dinero no es problema. Sólo mátelo.
Él no necesitaba más detalles. Nunca hizo preguntas. Las razones de quién lo contrataba nunca fueron de su incumbencia.
Dijo una cifra, y el otro aceptó, sin titubeos. Le entregó el dinero, en silencio, y le dejó un sobre con los datos necesarios para ubicar a su víctima.
— Confío en usted. Es muy importante que no falle.
Y salió.
En el sobre, encontró una breve descripción del hombre en cuestión, dos o tres lugares donde solía concurrir habitualmente y algunos horarios. Era todo lo que necesitaba. Su experiencia le dijo, anticipadamente, cuál sería el lugar adecuado, así que comenzó a prepararse.
El potente rifle, con la mira de largo alcance, se disimulaba perfectamente, desarmado, en un maletín mediano. Se sirvió un vaso lleno de aguardiente y lo bebió a tragos lentos. Había pasado la medianoche, y el hombre que debía matar salía muy temprano a correr por el parque. Allí lo esperaría.
Condujo hacia el lugar y aparcó en un lugar discreto y estratégico. Ni siquiera tendría que salir del auto, y tenía varias opciones para huir, si algo se complicaba. Pero conocía muy bien el lugar y sabía que, a la hora que el hombre apareciera, no habría nadie más en las inmediaciones.
Estaba habituado a las esperas, pero esta vez, tal vez por ser la última, el paso de las horas lo impacientó un poco. Salió un par de veces del auto y caminó unos metros, aspirando profundamente. También recurrió a una pequeña botella de licor, que guardaba en la guantera. Pero cuando comenzó a amanecer, volvió a estar tranquilo, como siempre lo estaba al enfrentar estas situaciones.
Preparó metódicamente el arma y dirigió la mira telescópica hacia el lugar por donde – sabía – aparecería su víctima, en cualquier momento. Alejó rápidamente el pensamiento de las innumerables veces que había jalado aquel gatillo. No podía dar cabida a los escrúpulos. Un poco más, y ya no volvería a pasar por esto.
Frente a él, apareció la figura del hombre, por un sendero, entre los árboles. Cerró su ojo izquierdo y observó por la mira. Ajustó la distancia y pudo ver, claramente, el rostro enmarcado en el círculo, atravesado por las delgadas líneas en cruz. Algo se congeló en su pecho y sus manos temblaron, imperceptiblemente. Pero sólo fue un segundo. Enseguida afloró la frialdad de su profesionalismo, que llevaría hasta las últimas consecuencias. Nada le impediría terminar su trabajo. Nada.
Centró perfectamente su objetivo, y disparó.
Simultáneamente, soltó el arma y cayó hacia el asiento del acompañante. La bala le había entrado justo en medio de los ojos.
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