Hay un jardín en tu piel de tierra humedecida y fértil. Una corriente febril y subterránea que recorre tu relieve hasta las puntas de tu pelo enredaderas.

Hay un viento que es tu voz, que es todas las voces, todas las lenguas que convergen en un mismo canto. Profundo y sutil como las raíces que sostienen a aquel árbol milenario.

Hay un bosque donde la danza se desnuda en el aire que es de agua, y se condensa suavemente en frágiles gotas de rocío. Donde se baña la hierba y reverdece. Y el río extiende sus vertientes al encuentro pertinente con el mar.

Hay un jardín silvestre, salvaje. Creciente amalgama de humus, de luz, de hálitos de esporas que se exparcen y se posan -como abejas- en las tersas pieles de las flores. Y allí dentro.

Habitas el centro de un lugar sagrado.