El corajudo
Aquel no era un día como otro cualquiera, al menos, no para nosotros que nos reuníamos una vez por semana para evocar ese eterno recuerdo que para nosotros es el Frente.
En nuestras mentes siempre teníamos presente al Corajudo y esperábamos con impaciencia el momento de volver a verlo. Habían pasado años, !Tantos años! ¿Cómo se presentaría? ¿De que forma había dejada sus huellas en él? Aquel hombre que por la libertad, su libertad, como él decía, se había llenado de gloria? ¿Cómo aparecería?
Caminábamos sobre cadáveres putrefactos. El siempre delante, simbolizando la vanguardia. Nos habíamos dispersado. Buscábamos a aquellos camaradas que hubieran podido sobrevivir ante el ataque sorpresivo y bien preparado del enemigo.
El corajudo iba echando peste: odiaba a los vencidos.
- Pero si este no es mas que un revés pasajero, teniente -se atrevió a decir uno de nosotros.
-Ni pasajero ni eterno. Ante el enemigo hay que estar siempre alerta. Nos cogieron por sorpresa por estar confiados.
-No olvide que el ataque fue aéreo -interrumpí yo
Recordábamos la valentía mostrada una vez que nos tuvieron sitiados. Fue una resistencia verdaderamente fantástica. Sin él no hubiéramos hecho el cuento tantas veces. Era un hombre hecho para la guerra. Se batía más que con fuerza, con astucia e inteligencia. Aplicaba una estrategia militar que le era inherente.
--Díganos teniente –le preguntábamos cuando nos deteníamos a descansar y se mostraba más camarada que los demás --¿cómo es posible que siendo, como usted dice, tan bohemio, un soñador, esté tan bien hecho para la guerra?
--Muchachos, déjense de boberías. Hago lo mismo que cualquier otro: defender mi libertad para poder seguir soñando.
Y aunque conocíamos bien las razones que le dieron el mérito a ser teniendo, siempre lo obligábamos a contar la historia.
El fingía incomodarse pero en el fondo, le gustaba que le alimentaran el ego: era quizás este el único defecto que se le podía imputar, pero se lo perdonábamos como premio a sus hazañas: se trataba –y era esta una historia de amor- de una muchacha que había salvado de ser violada en medio de la maldita guerra de quien se enamoró perdidamente de siendo fielmente correspondido, pero ella había muerto.
Fueron días sombríos que lo convirtieron en una fiera ante el enemigo. ¡Cuantas veces vivimos la angustia de no volverlo a ver reaparecer! Pero no, siempre regresaba más victorioso que las veces anteriores. Todo en él era valor indescriptible. Así llegó a comandante a final de la guerra. Sin embargo...
Reíamos como muchachos, a grandes carcajadas sin poder contenernos. De repente dos golpes en la puerta nos frenó la risa: la esperaba había terminado.
Nos miramos nuestra vestimenta. Queríamos estar impecables. Con nuestros uniformes, como el nos había dejado. No pusimos serios, fuimos hacia la puerta, la abrimos y apareció.
A pesar de los años, no había cambiado mucho el Corajudo: alto, fuerte, con sus espaldas anchas, siempre imponente.
Clavó su mirada en cada uno de nosotros, la mirada del Frente, no obstante, en el fondo de sus ojos se dibujaba el soñador, el bohemio que nos abandonara al terminar la guerra.
Era muy bello el regreso luego de tanto tiempo perdido en sí mismo y allí estaba de vuelta, frente a nosotros.
Como habíamos convenido, nos cuadramos, ante aquel teniente, aquel comandante, aquel corajudo de mil batallas. No habíamos dicho palabra. Los ojos hablaban y los labios pendientes, temblorosos fueron traicionados por aquel suceso de los últimos días de la guerra y sin poder contenernos, surgió de nuevo la risa. Carcajadas sin aparente razón de ser. Él nos miraba a la vez que preguntaba:
-- Pero ¿qué pasa muchachos?
Su voz sonó como entonces, como en el Frente, pero era imposible contenernos: la anécdota estaba allí presente.
Era casi al terminar la guerra. Habíamos hecho una parada en un pueblo desierto, destruido por el enemigo.
--Aquí pasaremos la noche—dijo un superior.
Entonces, cada uno por su lado, en grupo, recorrimos los alrededores. El Corajudo y nosotros habíamos entrado a un caserón abandonado. Andábamos dispersos por la casa. De repente, un voz, la del Corajudo, gritó:
-- Mátenla, mátenla – gritó al vernos.
Nuestros ojos se desplazaron por toda la pieza. No vimos nada.
-- Allí, allí, gritó él.
Entonces la vimos caminando
Reíamos sin parar y entonces se dio cuenta. Nos frenó la risa de nuevo y nos pusimos muy serios, casi avergonzados. Nos miró de frente y de forma muy natural sentenció:
-- Amigos, yo hubiera desertado, estoy seguro, si hubiera visto antes a aquella cucaracha asquerosa.
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