Gordo, rebosante de pelo y ordinario. Gastón controlaba con una mano la computadora y con la otra moldeaba un moco, dificultosamente adquirido en los fondos de sus fosas nasales, para luego observarlo con detenimiento, lanzarlo hasta lo más profundo de su garganta y tragarlo con satisfacción. Cumplía hoy sus veintitrés años de edad. Siempre fanático de los fracasos, supo cosechar varios de estos para su vitrina virtual en esos últimos tiempos, entre ellos: abandonar dos universidades “porque la onda no es la mía”, renunciar a su trabajo como boletero en un estadio “porque me cansa” o dejar de asistir a los talleres de música que Mamá Nora le exigía “porque son todos una pelotudés”. Echado en su vieja silla, mirando en la computadora antiguos dibujos animados, riendo en soledad en su cuarto oscuro y último de esa gran casa que ocupaba junto a Mama Nora, asumía el cargo de obtener un año más de vida. Sonó la puerta y su grito, acompañado de un eructo, invitó al paso. Su madre ingresó trabajosamente superando esa barrera de olor humano-animalesco que invadía a uno cuando ingresaba esa habitación-estancia de Gastón. Tomá Gastoncito, para vos, de la Tía Olga, te desea feliz cumpleaños. El muchacho lo agarró con cierto rechazo, lo miró sin detenimiento por fuera del envoltorio y lo arrojó sobre el escritorio. La puerta de la habitación se cerró con un grito de cansancio. Todos algún día cambian, se repitió a si misma Nora mientras recorría inversamente el pasillo.
Para disgusto de Gastón, la señal de internet, fuente mater de su vida y buen humor, caducó repentinamente. Ni dibujos animados, ni discos, ni mujeres desnudas por tiempo indefinido. Sólo una habitación oscura y ése regalo que yacía expectante en el escritorio abarrotado de juguetes y libros. Lo miró, lo estudió y lo abrió. Un portarretratos. Simple, portarretratos. Estúpido portarretratos. Basura. Pero se aventuró a mirarlo con detenimiento pues contenía una foto a color que ocupaba los diez centímetros por quince del vidrio. Quedó descolocado, alocado, incrédulo, tonto, fulminado. Esa mujer, esa mujer perfecta que posaba con simpatía sobre un banco de una plaza, mirando hacia la cámara como si fuera un ángel, vestida con ropas de invierno, con su pelo suelto y sus ojos de gato. Tocó su pecho repleto de pelos, su panza se hinchó y deshinchó, el aire le faltó por unos instantes. Las cosas, en su interior, se movían a mil kilómetros por hora. Sintió algo nuevo, así como amor, pero lejano, como deseo, pero encubierto. Sensación extraña, de existencia y de alegría, mezclada con nostalgia y pudor. La necesito.
Primer paso: el marco del portarretratos. Empresa “La anticuada”. Florida 1657. Allá voy. Y así Gastón empezó la búsqueda del tesoro, queriendo, tal vez, no sumar otra derrota a la vitrina virtual de su vida.
Segundo paso: llegar a Florida 1657. Mapa de por medio, movimientos grotescos, permisos sin respuesta, choque de cuerpos en las calles y tantos obstáculos banales para cualquier transeúnte porteño. Pero Gastón era distinto y culpable era su hermetismo de los últimos años. Supo entre preguntas a vendedores ambulantes, entre tartamudeos a policías de mala cara (los policías siempre le daban temor, sus gorras se encontraban muy firmes a sus cabezas, para Gastón, era una señal de falta de tolerancia), arribar a “La anticuada”. Hola, disculpame, sabes quién es esta mina. El vendedor quedó atónito, más por la rareza de la pregunta que por Gastón. Vaciló sin saber que responder pero animó a hacerlo. No, mire, sólo recibo los portarretratos, no tengo forma de saber quién es ésa…“mina”. Gastón pensó en su estupidez: viajé veinticinco minutos en un colectivo, empujé gente con mi apuro, creí que podía alcanzar a esa chica de la foto de un portarretratos que la Tía Olga me regaló con el único objeto de quedar bien con Mamá Nora. Y al ver la desazón de Gastón, el vendedor le extendió una tarjeta. El proveedor.
Tercer paso: la ignota calle Rivera 932. Dudó. Pensó. Comprendió la falta de sentido de todo esto. Pero en la otra vereda, que era el optimismo, sintió que fue la primera vez donde ese cuerpo graso y sedentario quería correr y saltar y bailar, aunque luego agitarse para quedar tendido por varios minutos. Prefería correr el riesgo este hijo del rigor. Abrió el mapa. Tomó un tren en Retiro con destino Zona Oeste y viajó. Caminó quitando el sudor de su frente, sintiendo el agua correr por su espalda, equivocándose las esquinas. Rivera. Siete cuadras para arriba. Falta de aire, agitación. Y una casona vieja, sin signos vitales más que la luz encendida que se filtraba por la ventana del ático. Timbre, toques a la puerta y buenos días. Nadie, nada. Fue cuando giraba condenado a abortar la misión que la puerta se abrió y una vieja con miles de milenarias arrugas preguntó qué necesita. Usted es quien hace estos portarretratos. Lo examinó, alejando éste de sus ojos y acercándolo como si su vista fuese el foco de una cámara. Exacto niño. ¿Niño? Vieja usted, pensó. Pero su insolencia intrínseca se esfumó antes de hablar. Qué necesita joven. Señora, quiero saber quién es la mujer de la imagen, dígamelo...please. Ella pensó, abrió el baúl de la memoria y recordó. También, encontró la desesperación en los ojos de Gastón. Joven, ve esa casa de fotografía en la esquina, ahí le van a indicar.
Cuarto paso: Buenas tardes, en que lo puedo ayudar. Buen día, necesitaba averiguar lo siguiente (le sorprendió su modo de hablar, tan correcto repentinamente), podría decirme quién es la muchacha de la foto (y quitó el portarretratos de una bolsa). El hombre no necesitó ver la imagen más de un segundo. Sí, obvio, es mi hermana. Gastón se incomodó y la remera le apretó súbitamente el cuello, mientras su cabeza buscaba un camino alternativo. Muy bien, entonces, si es posible dígale que como representante de una agencia de modelos la quiero contratar para unas fotos, para la próxima temporada de invierno. El hombre lo examinó con incertidumbre, ¿éste? ¿Representante de una agencia de modelos? Debió de pensar. Sin embargo, evitando cuestionamientos o mal entendidos, estiró un papel con un número anotado a mano y el nombre Eva. Eva, Eva, la primera mujer del mundo, pensó. Llamala, indicó el hombre a Gastón, arreglate con ella. Le agradezco. Y así salió del local, con aires de victoria, pero sabiendo que aún no había dado el paso fundamental.
Quinto paso: Sus gordos dedos como morcillas de campo se abalanzaron sobre el teléfono celular. ¿Eva? Sí, quien habla. Te llamo de una agencia de modelos. Nuestra idea es contratarte para la próxima campaña invernal. ¿Estarías de acuerdo?... (Silencio de misa) Cla…claro. Excelente, tomaste la decisión correcta. Y Gastón, con movimientos lentos y apagados, estiró el mapa indicándole un parque y la intersección de unas calles. Convinieron horarios y luego, el monótono sonido del teléfono se apoderó de sus oídos. Victoire.
Último paso: Quince minutos antes ya estaba ahí. La encontró en el lugar pactado, a la hora convenida. Era el parque donde le habían realizado la foto, el banco donde la habían capturado para ése portarretratos. Gastón se sentó en el banco de enfrente, sabiendo que ella jamás creería que él era quien la llamó. Abrió un paquete de galletas, comió una, dos, tres, y así se dedicó a mirarla, a recordar esa imagen ahora viva, a saber que estuvo sólo a metros de llegar a lo inalcanzable, pero conociendo en su fondo, que no animó a intentarlo con el objeto de no arruinar ese momento perfecto. La escrutó en su tranquilidad, en su incomodidad, en su nerviosismo, en su impaciencia y en su cansancio al ver que todo era una mentira. Su boca-pelo-ojos-nariz-cutis-piernas-todo. Era real la motivación que hasta allí lo traslado. La vio alejarse con enfado pero manteniendo esa imagen que lo capturó. La vio alejarse, por un rato, que fue hasta luego y fue para siempre.
Entonces también él se alejó. Se fue Gastón, llorando, caminando en dirección al sur. Se fue Gastón con la carga a cuestas de quien entiende que su primer amor no fue perfecto ni ideal, ni besos ni abrazos nuevos, lejos de un contacto físico, sólo un primer amor, del que con la vista se enamoró y fue suficiente. También, entendió, un primer amor que sólo fue una puerta grande, suficiente para llegar a lo más recóndito y desconocido de uno mismo.
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